Sebastianus

02 mar 2016 / 09:20 H.

Porque es que es impresionante, Fedro, lo que pasa con la pintura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras escritas”.

A la hora de comprender la obra de un artista prevalece la inteligencia de la mirada por encima de otras cosas. Da igual que Velázquez naciese cuando lo hizo o en fechas aproximadas, importa su pintura. Comprender la época (comprender, no conocer) y cuanto hay en ella de pensamiento. Hay una cultura de la palabra escrita, pero también la hay de la mirada. Ambas complejas de atender, especialmente en tiempos en continuo deterioro para gran parte de las disciplinas que sostienen y justifican la condición de persona. Lo demás es pose, postureo como se dice ahora que atravesamos un territorio minado para todos aquellos conceptos que pueden evitar que niños, como Diego, tomen la ventana o el balcón como salida.

Esta pizca de reflexión me permite pensar sobre la certeza o no del verdadero año conmemorativo con respecto al nacimiento de Sebastián Martínez Domedel (Jaén, 1615-Madrid, 1667), este u otro venidero; me importa, esto sí, saber y así lo intuyo, cómo su formación pudo estar más cerca del aliento de Lope de Vega (1562-1635) y Francisco de Quevedo (1580-1645) que de Miguel de Cervantes (1547-1616), cuyo óbito tuvo lugar solo un año después del nacimiento de Sebastián Martínez y a poco más, solo un año, de la edición príncipe de su más cimera obra. Por consiguiente, fuera del mapa jaenés, la formación de Sebastián Martínez se puede percibir influida por años de pensamiento y enconos literarios más próximos a Quevedo y a Lope que a Cervantes. Tiempo, por lo demás, de prisiones y hogueras que, de una vez, pretendía dirimir y unificar cualquier diferencia de vida cotidiana o, de aquella otra que afectase a la estabilidad de la Iglesia y la Corona.

La vida de nuestro pintor corre en paralelo con esos decenios y suyas son las piezas de esta magnífica muestra a la hora de aproximarnos a la dimensión del singular y robusto pintor andaluz del siglo XVII; cuyas piezas, contempladas de modo reflexivo, dejan atisbar con mayor nitidez la existencia de un soberbio artista que, “con despacio”, como escribe Federico García Lorca en Los mozos de Monleón, deberá filtrase con tino su devenir pictórico. De momento, parecería que, de serle prolongada la vida a Celestina durante un siglo, al menos uno de los personajes, San Marcos, según los pinceles de Martínez en la tela correspondiente a las cuatro figuras de evangelistas, podía venir de la mano de la celebérrima dama, probablemente, creada por Francisco de Rojas.

Sí, hay un mundo percibible en sus obras de manera dual: el luminoso de sus clarores posándose sobre las Inmaculadas sin que el azul de los mantos se descomponga ni se debilite el dorado claror de sus caras, estrenadas para el arte español de sus días. Más, acaso y sobre todo, se deja intuir un tenebrismo luminoso —permítaseme este término sin incluir en los manuales al uso y al abuso—, sobre el que, muy sabiamente, se deja contemplar el deslizamiento de la luz —de arriba hacia abajo— en los cuatro evangelistas, especialmente en el San Mateo, que, a manera de novedad entre nosotros, dotan de mayor viveza, unidad y realce la magnifica muestra. Cuatro piezas entre las que destaca la ejemplaridad del ya citado San Mateo. También es hermosa, dijese yo que hermosísima, la faz de San Juan y el paisaje sobre el que encuentra adecuado acomodo; sin embargo, en la citada figura, dado su canon, la parte superior está crecida con respecto a la inferior. Dicho de otro modo, “Martínez”, en expresión del rey según Palomino, se quedó sin tela a la hora de incluir la figura representada tensionalmente en esta magnífica obra. En semejante línea podía seguir nuestra mirada sobre las cuatro piezas de mayor unidad entre sí. Pintura libre, libérrima que, también en libre parafraseo, permite remembrar como pintura la que se hace después de olvidar la que aprendimos de modo concienzudo: abandono aparente y fidelidad al tempo sensible; el primero entre los seis principios de la pintura china señalados por Hseih Han en el siglo V d. C. En tal sentido, podemos atisbar una considerable distancia de años, digan cuanto digan o quieran decir las cartelas, entre estas cuatro piezas y la de San Crispin y San Crispiniano; tela de incuestionable buen cuajo y, a mi ver, cronológicamente y, si diésemos por suya la primera, la segunda de la exposición. En fin, diferente en cuanto hace al espacio plástico más acorde con el proceso de este artista, como diría Juan Ramón Jiménez, de no fácil acarreo para un estudio que, desde luego, no habrá de contemplar el tan atraviliario código neblinoso que Palomino nos dejó de su pintura; probablemente tan incierto como es la existencia de “Martínez” como pintor de la casa real.

Cosa diferente es el adentramiento de su pintura en el llamado Siglo de Oro español y, por consiguiente, en el periodo de mayor relevancia de la pintura andaluza de todos los tiempos y, claro es, también la de “Martínez”; cuya poética cambiante produce piezas tan diferentes como, por ejemplo, su magnífica Evocación del Santo Rostro. En todo diferente al San Pedro y probablemente, anterior al San Crispín, ambas muy anteriores al soberbio y muy excelente Crucificado situado enfrente. Por cierto, ante mi desconfianza con respecto a la autenticidad del San Pedro, en todo caso obra muy primeriza, cuya descolocación de su ojo izquierdo, deja atisbar cierta intención con respecto al proto-preexpresionismo de la mirada que eleva el más que soberbio Crucificado conservado en el otrora panteón de Canónigos de la Catedral jiennense. Pieza que, no obstante, la excelencia de una ejecución que los evangelistas no alcanzan, puede ser emparentable con ellos. En fin, un universo, el mismo y cambiante: plácido en algunas obras y, en otras, rabiosamente directo y hasta quemante.

A un lado La adoración de los pastores, desde luego de elaboración muy mermada con respecto a cualquiera de las obras ahora expuestas, no se asemeja ni de lejos a la del San Francisco; cuya cabeza besó Paco Cerezo cuando trató la pieza para su conservación. En cuanto tiene que ver con sus inmaculadas, la del Seminario Conciliar de Jaén, es para dudar de su autenticidad. ¿Copia? A mí ver, hay más de emulación que de copia. Obra en contrapunto con el claror que exhiben las doradas cabecitas de los ángeles que sostienen la Santa Faz de Jaén, como precedente o continuidad en las cabezas de las inmaculadas de este incuestionable maestro; cuya modelo, en palabras de Pérez Sánchez, fue su hija. Pintor, en ocasiones, de bellísimo y muy diestro tratamiento en la media pasta de sus telas: otras, de espontánea y briosa ligereza en las ejecuciones descargadas de toda densidad matérica. En cualquiera de los casos, siempre de alto interés y calidad, más, conceptualmente, diferente al quehacer de Juan de Sevilla (1643-1695), sin duda magnífico también, aunque posterior y de resonancias muy diferentes a las de Sebastianus: siendo respetuoso con la tradición jaenesa Sebastián Martínez Domedel, nacido en Jaén (probablemente en 1615) y, en 1667, fallecido en una pensión madrileña siete años después de la muerte de Velázquez, pobre y en completa soledad.