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Fran Requena o cómo cambiar el estado de ánimo del público con una canción

15 mar 2024 / 16:30 H.
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Los patios de butacas de los teatros se vacían para colmarse de los aplausos de un público en pie. Los tendidos de las plazas de toros se llenan de pañoletas blancas cuando el diestro anda más diestro que de costumbre, e incluso se han visto lluvias de sujetadores en algún que otro ruedo, que se lo digan a Jesulín de Ubrique. La que montó en la plaza de toros de Aranjuez aquel octubre de 1994. Fran Requena todavía no había nacido, yo sí, aunque la memoria no me alcanza para recordar tal suceso, puesto que mis incipientes dientes de leche aún apretaban con fuerza unas encías que no estaban preparadas para morder.

No hay aplausos ni sitio para pañuelos blancos delante de la mesa de mezclas de un disyóquei –por mucho que le irrite el término, él prefiere DJ–. Surge aquí la cuestión de cómo medir el grado de satisfacción de un público que no suele estar todo lo fino que debiera. La primera vez que lo vi pinchar fue en Los Villares, imagino que sería feria. ¿Veis como no va uno fino a según qué sitios? Su característica forma de regular la mesa, como si quemara, es lo primero en lo que me fijé. La toca y la suelta en menos de un segundo, como si diera calambre. Dan ganas de tocarla y a la vez no. Es su sello y hay que respetarlo.

Aquella noche fue una de las mejores de mi vida. No sonaba canción que no nos hicieran vibrar a mí, a mis compañeros del periódico y a la legión de villariegos que bailaban como si no hubiese un mañana. Qué decir, mejor que una sesión de cardio. Las copas volaban y mi paquete de Fortuna 23 estaba cada vez más vacío. Venga a lanzarle cigarrillos al vuelo para que al nene currante no le faltaran fuerzas ni nicotina. Al final, de tanto dar, al que le faltaron fue a mí. Cada dos por tres, me acercaba a hurtadillas hasta la mesa de mezclas para que me diera un Camel.

Junto a él estaba Diego. Quién no se va a acordar de él, pero eso es otro capítulo de la historia. Acabó el espectáculo y con él la noche, insatisfactoria se mire por donde se mire y no por culpa del disyóquei –perdóname Requena, DJ–.

En el camino a Jaén, menos aún recuerdo si en su Scenic verdoso o en otro coche, me resolvió la duda. ¿Cómo sabe un DJ que el público queda satisfecho? Mientras sorteábamos curvas, me contó que su público objetivo son las chicas uh. “¿Las chicas uh?”, recuerdo preguntarle con extrañeza. “Sí, así llamo a las chicas y a los chicos que, cuando pincho un temazo, exclaman: ‘Uuuuuuh’”, me contestó. “Amigo, ya entiendo. ¿Entonces soy una chica uh?”, volví a preguntar. A lo que respondió: “Eso es justo lo que trataba de decirte”. Lo confieso, sí soy. A mí una buena canción, sea de reguetón, trap o música urbana me puede, más si es Requena el jefe del espectáculo.

Desde entonces, mostré cada vez más interés por su trabajo, lo observaba y atendía a sus explicaciones. Sabe qué poner y cuándo ponerlo para cambiar el estado de ánimo de su público. Es exagerado, pero podría decirse que Requena es capaz de levantar a un muerto, y mira que cuando la morriña del alcohol se apodera de mí, difícilmente alguien puede alegrarme la noche, en el plano musical, Requena sí, es un monstruo.

Es periodista, al menos eso dice su título universitario, pero su mejor virtud en una redacción de periódico es su compañerismo. Entramos casi de la mano, él una semana después que yo, y formamos parte de una hornada de becarios como hacía tiempo que no veían por estos lares. Está mal que yo lo diga. Reformulo. ¿Está mal que yo lo diga? Conservo a mi abuela, pero la verdad solo tiene un camino. Yo, que me he convertido en el último mohicano de aquel grupito de juntaletras, todavía no he visto nada parecido que lo de aquel 2017.

No nos hizo falta mucho para congeniar, un poquito más para ser amigos, que esa palabra es muy grande, casi tanto como él. Le estaré eternamente agradecido por las noches de baile que me dio, pero también por echarme la mano por encima del hombro cuando cielo y tierra se me juntaban en esta profesión tan bonita como, a veces, desesperante. Él no se agobiaba por nada, o al menos tenía una forma de gestionarlo diferente a la mía. Éramos una especie de yin y yang, no pregunten quién era qué cosa, pero su compañerismo sin cortapisas me sirvió de bastón en los días de cojera, dentro y fuera de la Redacción.

En definitiva, es una de esas personas de las que se suele decir que están hechas de otra pasta, ilumina los pensamientos más oscuros de la mente con su ingenio, cambia conciencias con sus consejos, aunque expresados con dureza, cargados de una sinceridad pasmosa. Mi canción favorita ha cambiado en estos años, aunque él bien sabe que mi preferida será siempre la que él me pinche.

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