Mineral de la taranta y piedras lunares se funden en Linares

Fanny Rubio presenta su obra “La taranta minera. El canto de la roca” en un acto en el que vibró el Andaluces de Jaén cantado por Paco Ibáñez

13 dic 2022 / 18:45 H.
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El Auditorio El Pósito de Linares ha acogido la presentación del libro de la profesora, escritora e investigadora linarense Fanny Rubio “La taranta minera. El canto de la roca”, una publicación editada por HUSO Editorial, con la colaboración de la Fundación Legado Literario Miguel Hernández de la Diputación de Jaén, el Ayuntamiento de Linares, el Centro Asociado de la UNED en la provincia de Jaén “Andrés de Vandelvira” y el Centro de Estudios Linarenses.

Tras las intervenciones del alcalde de Linares, Javier Perales; el presidente de la Diputación de Jaén, Francisco Reyes, la escritora y profesora linarense, Ana Moreno; Rocío Carrascosa, representando al Centro de Estudios Linarenses; y Marifé Santiago, directora de la colección Palabras Hilanderas, de la editorial HUSO, Fanny Rubio desgranó el origen de su libro y cómo los minerales, los que buscaban los mineros en las minas de Linares, “condicionan todo lo demás, desde los volcanes hasta el canto humano” y cómo la taranta era de importante para ellos: “En la taranta se cura el fenómeno angustioso de los trabajadores de la mina”.

Una vez habló Fanny Rubio, el cantautor Paco Ibáñez cantó, pero también relató anécdotas con desparpajo para disfrute del audotorio. E inevitablemente vibró El Pósito cuando entonó el legendario Andaluces de Jaén desgranando los versos de Miguel Hernández. Momento en el que esas piedras lunares del olivar se fundieron con el mineral de la taranta que antes había cantado Nazaret Romero con Juan Ballesteros a al guitarra. El estudio de la autora del libro y las voces de los artistas formaron un corpus que definía lo que es la cultura y su capacidad para enriquecer la sociedad y crear vínculos sólidos de conmocimiento, experiencia y emociones.

<i>Paco Ibáñez canta Andaluces de Jaén, / Diario JAÉN.</i>
Paco Ibáñez canta Andaluces de Jaén, / Diario JAÉN.

Extracto de un capítulo del libro: “Quien entonces ‘cantara así’ se jugaba parte de su vida, si no la totalidad de ella...”

Acerca de esas gargantas que cantaban para espantar los males, sabemos que, hasta el siglo XVI —siguiendo la tradición de los dichos populares que recuerda el Quijote—, quien cantaba sus males espantaba. El cancionero popular encierra desde hace siglos verdaderos tesoros del efecto que producía en el público un cantar callejero de desahogo y, de hecho, la historia de la literatura muestra la ligazón social de aquellos villancicos, cantares de ciego y romances, de los que nos han dado interesantísimas muestras sus entusiastas recopiladores. Aparte de lo afir- mado en El Quijote, el cantar espontáneo de la catarsis del intérprete pudiera tener otras acepciones, incluidas la simbólica, como el hecho de «cantar en el ansia» que también se comenta en la novela, «cantar» también como sinónimo de confesión de un delito ante la presión del aparato judicial de cada época. Quien entonces “cantara así” se jugaba parte de su vida, si no la totalidad de ella, por lo que quien cantara pudiera tal vez no espantar sus males, sacar afuera de la garganta un dolor que dejara libre de presión emocional al sujeto por su impronta terapéutica, sino abocarse a un mal mayor.

Pese a ello, entre los intérpretes y su público natural se impuso la primera acepción, la del cante comunicado como memoria personal y social, el cante como creación autodi- dacta y popular, hilo de música y palabras revestido de voz humana convertido en cante que circulaba por el aire y los oídos atentos, poniendo la máxima atención en aquellas letras y aquella música que fluía a semejanza del cante flamenco. Por ese cantar suponemos que una parte de los males del cantaor salía fuera de su propio sentir y se trasladaba al aire y los adentros del escuchante, repitiéndose el efecto tantas veces como ambos se encontraran bajo el rito de una silla acogedora ante un espectador y un vaso de vino. Pero no siempre era así, pues otras veces el cante se erigía en medio de la roca, donde una voz junto a la fuerza humana conviviente se nutría de inspiración y viajaba por las profundidades de la tierra, donde el cante surgía en medio del peligro como si fuera puro nacimiento del fondo de la mina: “Minero, sube al enganche y dile al enganchaor que pregunte a los torneros si quea toavía mucho sol pa pegá fuego un barreno”.

Dentro del repertorio de las tarantas conservadas no faltan las sentimentales, las revolucionarias, las de “la madre” o las vengadoras por los desdenes amorosos, como esta que cantaran en horas de complicidad los cantaores, y de la que hemos citado el estribillo más arriba: “A lo primero tú me dabas azúcar y agua de lirios, pa luego vení a dejarme tan malamente jerío, tirao en medio de la calle”. Pero el espíritu de la taranta sobrepasa los límites del tema y asume por razones ligadas a la circunstancia de tal inspiración una dimensión espacial y otra temporal: la taranta se crece en el rito del cante compuesto para el tiempo en que se sumen los mineros en su larga noche abisal, iluminados en precario por un candil de carburo. No es simple metáfora. Se habla de la noche temible y del fondo desconocido porque hablamos de un cante susurrado codo arriba o gritado con la fuerza de los pulmones a centenares, a mil metros de profundidad. Por eso la taranta posee una especial originalidad como materia de la sobrevivencia humana al filo de la desesperación, al mismo tiempo que funciona como canto iniciático que regresa a lo largo de las generaciones.

Sucede igualmente con los pintores del realismo negro: en la taranta existe la noción de esfuerzo unida a la de riesgo tanto en el plano emocional como social. Una presión interior se abre paso en la voz del cantaor, que no observamos en los cantos flamencos de superficie, por mucha música de taranta, o metro, que parezca. Porque la taranta lleva incorporada la presión del subsuelo. Incluso en ocasiones en que la taranta trata de temas de familia o domésticos, el cantaor le tiene que poner su propia voz del fondo de la tierra, como hace José Menese en esta creación suya llena del aroma de las especias:

Ay que al trigo en la granazón/ Le da un parecío mi Diego/ Al trigo en la granazón/ Mi Pastorilla y mi Ana/ Pimienta y canela son/ Ay y esa María de mi alma.

Como observamos en los trazos más estremecedores del realismo, la taranta toma el camino más difícil basado en conseguir la idea, la escena, de la profundidad, frente a la descripción de superficie. Su arte es de subsuelo, crecido en la sombra, alado en el fondo, calentado entre criaturas infernales, pues es en lo hondo donde el minero templa el cante como si fuese hierro. Profesionales de la contención y del equilibrio con el martillo y el desmoronamiento en el hallazgo, los mineros miden cada segundo porque en cada segundo les va la vida. Y aunque el protagonista es siempre el mi- nero iletrado, desesperado de la sobrevivencia, es el más libre de los sujetos de la tierra al elegir entre la vida y la muerte en cada uno de sus pasos. La voz que entona una taranta relata su angustia o su anhelo y con ellos avanza en el mundo de las significaciones. Con su voz “afilá”, como dicen los entendidos, o con la voz redonda o pastosa de Chacón, la voz natural de Pepe de la Matrona o Antonio Mairena, la taranta vuela de la catarsis de los profundos a la celebración playera.

Pese a su singularidad marginal, la taranta comparte con el flamenco y los cantos populares primitivos algunos de los elementos estructurales de familia que pueden destacarse. Comparte este esquema, Voy errante y no te puedo encontrar, como refería Antonio Sánchez Romeralo al definir sus rasgos como de A y de B, elementos que abren el cante popular y la lírica popular de la Edad Media, incluida la taranta, al espacio de la fatalidad. Cierto es que su género se distancia del tronco diversificador del flamenco, adquiriendo un cierto carácter extraterritorial, pero la métrica, el discurso emotivo y los símbolos cósmicos del flamenco se funden con el ritmo breve del barreno y el gesto concentrado del que se juega la vida en soledad. De aquella evolución emerge la «taranta minera», impregnada del ambiente fatigoso de las galerías y socavones que frecuentaron oleadas de emigrantes de Jaén, Almería o Granada, que van y vienen de Levante describiendo un triángulo entre Almagrera (Almería), Cabeza Rajado (Murcia) y Linares. Por aquellos caminos se escuchó el cante sobrio, de tercios cortos y angustiosos, frente a la “taranta de superficie”, de tercios más largos, menos acongojados, más libres y, con algunos adornos, con un final «de filigrana», típica de Linares.

Recientemente, Lorenzo Martínez Aguilar se ha referido a la soledad como rasgo central de nuestro cante. Soledad que nos llega en la taranta de Manolo Escacena, de Manuel Vallejo, del Cojo de Málaga, de Pepe Marchena, Juan Valderrama, Enrique Morente, Carmen Linares y José Menese, entre otros. La lógica de esta voz cantante entra en el habla coloquial propia de corrillo en una especie de monólogo interior transmitido en el instante de confianza que comparten sujeto parlante y oyente, mediando la presencia del entorno amenazador. Las letras de las tarantas pasan por descriptivas al inspirarse en aspectos diversos que se decantan en las galerías de la mina y muestran el suspiro del intérprete en el café cantante, llevando el hilo de la existencia humana, al igual que la generalidad de los cantes flamencos básicos (...).

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