Miguel Viribay, Recuchillo
y su clase trabajadora

05 may 2020 / 16:39 H.
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Confluyen en Memoria en el paisaje imágenes y escritura. Si sus textos observan el paso justo del cuaderno de campo de un geógrafo, sus litografías expresan la mirada simultánea de la carpeta de apuntes de un pintor, sus visiones pintando deprisa. Dejando ahora aparte que los textos relatan desde la primera persona del verbo, descriptivos y confidenciales, es en las estampas donde imagina este libro de artista su razón sensible: cartografiar la memoria recobrada por su autor tras reactivársela recuerdos personales de Recuchillo, sitio misterioso y mágico, una cañada escondida a medio camino de Jaén y Jabalcuz, donde nunca se presenta tórrido el verano porque allí la primavera siempre se alarga, lugar hacia el que se encaminan derramándose por el sur de la ciudad las minas de agua del Ojo del Buey y la Fuente de la Peña. En Recuchillo pasó Miguel Viribay los inicios de su adolescencia: vieja patria sin banderas de su mirada, en este pago empezó a distinguir entre tierra, naturaleza y paisaje. Sí: se las ve Memoria en el paisaje —ojo: no del sino en— con el paraíso donde Miguel vivió apenas llegado a Jaén, tiempo al que ahora lo devuelven visiones inesperadas de recuerdos suyos que creía perdidos. A los domingueros que tenemos este pago como uno de los itinerarios preferidos de nuestras caminatas, Memoria en el paisaje nos regresará a muchas de nuestras horas más sanas. A quienes no tengan aún la suerte de conocer su amenidad, los emplaza a que la visiten así empiece la pospandemia.

A tiro de piedra de Jaén, su enigma sigue a salvo de la sentencia del tiempo, su poesía espanta miedos y miasmas, puede ser otro enclave de esa ecología aplicada que convierta nuestros temores de estos meses en principios de una nueva sabiduría. Ocupando diecinueve páginas de las treintaidós que conforman el volumen —de tira continua, a modo de acordeón—, catorce son las litografías que el libro aúna, un todo unitario donde palabras e imágenes se complementan de manera recíproca pero ninguna de las dos necesita de su pareja para alcanzar su sentido. Si no me equivoco al evaluarlas grosso modo, dos grandes mundos temáticos despliegan todas estas estampas. El primero lo delimita el lote de siete litografías atentas a los paisajes naturales del pago, algunos habitados por animales del lugar —una pareja de quebrantahuesos por ejemplo, emblema, sí, de un espacio natural tan sostenido que incluso recicla los desechos del muladar—. Piezas con pasta y manchas más que manifiestas, transparentes y líricas, Viribay las resuelve con pasión de caminante, dando a ver de nuevo el altar de la naturaleza por Recuchillo, otro sitio donde la belleza se depura a sí misma iluminando sus misterios. Resacralizando la naturaleza al tomarla como modelo de cultura económica, estos siete paisajes cartografían el panteísmo de Viribay, sin rastro estético alguno del naturalismo iluminista de la llamada escuela paisajística jiennense, con difusa conciencia social, que se falsificaría a sí misma hasta hacerse ella sola su kitsch. Componen el segundo lote de litografías las siete dedicadas a figuras humanas y animales de la casa. Piezas de carne y hueso, nada idealistas, narran trabajos agrícolas y ganaderos, los de hombres y mujeres del pago, gentes de economía primaria, a partir de colores y líneas a veces nada líricos, de músculo épico algunos, aparentemente calmos la mayoría. Cabreros, esparteros, hortelanos, aceituneros y aceituneras —nunca menos altivas que los hombres aunque se arrodillen ante el árbol—, una clase de gentes que rehumanizan la tierra, mina de víveres, mama nutricia, fábrica natural de un negocio que exige astucia porque en Recuchillo, ay, cazar pajarillos pasa por fingirse ganado, sonando campanillas y algún cencerro para no soliviantar a los zorzales, para que la noche sin luna se preste a ser cómplice de ese engaño que le dará a la caza alcance.

La secularización del paisaje y la resacralización de la tierra, la lírica y la épica de Viribay siempre pasaron por los teatros de las fiestas. Sí: tres litografías destacan especialmente dentro del lote atento a las personas: las tres las protagonizan gentes que celebran el cumplimiento de otro ciclo agrícola con fiestas de máscaras, disfrazadas, liturgia que las identifica como miembros de una comunidad viva, que se revela a sí misma gracias a la pantomima de montarse sola su farra. Escasas de pasta, con inacabamientos, ácidos cromatismos y líneas sostenidas a su bola —gruesas unas veces y otras finísimas mas siempre resueltas a partir de automatismos convulsos—, arrumban estas máscaras de Viribay la milonga de que al realismo no conviene ponerlo demasiado informal, de que su musculatura está reñida con las facturas del expresionismo borde de la calle. De alto octanaje existencial —todo lo profundo, ya se sabe, ama la máscara—, estas litografía se exponen además ante los muros desconchados de dos luces: la matinal, que prende un aguinaldo navideño donde la nieve se tintó de sombras violetas, o la nocturna del crepitar de una lumbre cuyo calor se adora como si fuera una alucinación que rehumanizase el amarillo más frágil de la música. Luces siempre crudas, no menos sagradas que profanas, que no bajan del cielo porque suben de la tierra, fugaces para las tiranías retinianas: atenúan nuestra indefensión, los escalofríos que trae la candela cuando ilumina los sentidos. Trío de litografías, heredero quizá del fovismo más gamberro de la “Escuela de Vallecas”, se pone así Miguel Viribay, siempre tan clásico y académico (esta semana, ay, ha cumplido ochentaiún años), de parte de ese expresionismo histórico al que siempre le da igual ocho que ochenta.

El arte es fácil —y largo, sí, lo dijo don Antonio— cuando su belleza emociona, exorciza los padecimientos y conciencia. El objetivo se consigue muchas veces a la luz del azar, oscuramente: una mancha del color de una línea sin materia, la gota de tinta sobre el acetato, líneas instantáneas que se arrepienten de serlo pero se ganan su sitio. El denominador común que informa la producción de la mayoría de estas litografías es el de haber cobrado cuerpo a partir de reactivos automáticos o irracionales, el que resulte del singular proceso creativo de cada estampa, de ordinario sustancia de sueños, duermevelas, un golpe de memoria involuntaria o casualidades. Sin ponerse a recordar cómo serían el niño o el adolescente que fue —un rememorar consciente, poco fiable, que seguramente falsificaría algo—, Viribay baraja en estas estampas visiones de recuerdos imprevistos y sus correspondencias: olor a un guiso, un cante de besana, el sabor verde de la leche de cabra, coger sin tacto aceituna entre escarcha y barro, esa luz que despeina el olivar cuando asoma de pronto la tormenta.

Devuelta la experiencia del Viribay pretérito al octogenario de modo irracional, el pintor copia la visión y vuelve a inaugurarla, incólume pese al paso del tiempo transcurrido, para que suceda otra vez sensiblemente. Sí: hay sucesos fugaces que parecen anecdóticos, que apenas dejan rastro en la memoria, pero que un día renacen con su intensidad permanente, esencial porque ni su olvido pudo arrasarlos. Tiempo y espacio recobrados por Viribay, los de la naturaleza y la historia de su mundo personal, por su Memoria en el paisaje, el más suyo hecho de tierra, trabajo, naturaleza y gentes, donde se empastan pasado, presente y porvenir, pérdidas, esperanzas y misterio, la luz convenida quizá por las máscaras.

Aunque Memoria en el paisaje bascule del materialismo de sus paisajes al feísmo de sus máscaras, su romana estética la manejan sus aceituneras arrodilladas, robustas como olivas, otra constante del humanismo de Miguel Viribay, primitivo y moderno, que nunca perdió de vista su origen al mirar la vida empujándolo hasta este futuro con túnel. Han pasado más de setenta años desde que el pintor, niño aún, sintió la incandescencia inexplicable de Recuchillo, su misterio de lugar cercano pero retirado, barroco de maquis, que atesora pinturas rupestres reconocidas como Patrimonio de la Humanidad, por cuyas paredes gatean escaladores venidos de muy lejos, casa de paso donde se recogieron santeros, descalzos y místicos —Fray Juan de la Miseria, por ejemplo, autor del retrato de Santa Teresa—. Y aquí que asoma nuevamente Viribay por Recuchillo, estando el mundo patas arriba, arrastrado por la tragedia de nuestra inexperiencia histórica, para hacérnoslo ver desde la inocencia de sus sentidos.

Han contado Ruskin y Proust lo que le dijo Turner a un espectador que le reprochaba no haberle pintado sus troneras a un barco de guerra: “Al contraluz, en aquel instante, no se veían, no, y yo nunca pinto lo que sé sino solo lo que veo”. En efecto: como si no supiera nada todavía, abandonado al azar, nos objetiva Viribay con estas litografías su compromiso en el paisaje, con la tierra, la naturaleza, los seres y sus máscaras, grandes palabras, sí, demasiadas, pero vistas por esta cosmovisión involuntaria donde late siempre su sentido político. Cuando nada podrá ser ya como antes, Miguel se marca con Recuchillo una clase plástica de memoria, de memoria plástica de clase trabajadora.

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