Cambalache: veinte años de música y palabras
Hay momentos que, cuando uno está tomando un café, de repente el recuerdo abre su telón, alentado por una melodía o la mirada de soslayo de una desconocida, y aparecen en el escenario bellos momentos de nuestras biografías: memoria aletargada que resurge más viva que nunca. Y así fue cómo me acorde de Trece, una canción de El Hombre Burbuja, de su álbum Nadando a Crol. En una rápida zambullida tecnológica en ese océano de nombre Youtube, volví a escucharla. Allí aparece un jovencísimo Julio de la Rosa tocándola en acústico, con el acompañamiento del ya romántico sonido de las teclas de una máquina de escribir. Julio de la Rosa hoy es un reconocido músico y compositor —ganó en 2015 el Goya a la Mejor Música Original por La Isla Mínima—, pero por aquellos finales noventa era el líder de El Hombre Burbuja, una joven y prometedora banda de pop-rock de Jerez de la Frontera. Aunque han pasado veinte años, seguro que en su memoria la palabra Cambalache y el nombre propio de Antonio Díaz ocupan un capítulo importante y especial.
Por aquel otoño de 1996, Antonio Díaz, un bailense apasionado por la música en todas sus manifestaciones, convirtió lo que era una antigua bolera en un pub y sala de conciertos de referencia en la Andalucía Oriental. El Hombre Burbuja encontró en Bailén, aquel cruce de carreteras, tierra de olivareros y alfareros, un oasis musical donde presentar en directo sus eléctricas melodías de heterodoxas y pragmáticas letras. Allí estaba Antonio apostando de manera independiente por las nuevas bandas andaluzas, por la música en directo, el teatro, la magia, la comedia y todo tipo de representación artística. Niños Mutantes, Coque Malla, Santi Campillo, el blues de Edu Manazas y Graham Foster, estilo al que Antonio Díaz arropa con especial cariño, han disfrutado de la magia, solera de este escenario, y de la entrega de sus paisanos en este escenario. Y cuando las escarchas planean por las frías noches invernales en estas faldas Sierra Morena, dentro, en el Cambalache, mientras las zamarras patrullan, los presentes disfrutan del talento artístico y del humor inteligente, campesino y cabal del paisano Pedro Lendínez. Este pub ha sido y es para Pedro, la Galileo Galilei de Faemino y Cansado. Aquí él, nuestro actor y humorista, como el poeta, el músico y el mago comulga con la gente corriente y cabal, al son de un buen blues y una copa. Todos son protagonistas en un “Amanece que no es tarde andaluz”.
Es 2016 y Cambalache ha cumplido veinte años. Y sigue luchando con un ejército de vinilos y palabras. Es un rincón andaluz que acoge al anacoreta, al loco elocuente, al loco de remate, al enamorado, al poeta, al cura, al agricultor. Es casa de postas, casa del pueblo, casa de socorro, iglesia, bar, teatro y mucho más. En 2003, dejó la casa donde nació, aquella antigua bolera, en la céntrica plaza del pueblo conocida como El Paseo, por una nueva ubicación a pocos minutos de camino del antiguo. Más grande, luminoso y mejor acondicionada para conciertos, el ADN y “leit motiv” del nuevo Cambalache siguió y sigue siendo el mismo: ser el mejor cicerone y faro cultural para el turista en este núcleo urbano jiennense.
En este tablao, donde Joy Division y Bowie saludan a Menese y Paco de Lucía, el visitante entiende que significan dos décadas de vida dedicadas con independencia y pasión a brindar un espacio cultural y de ocio al ciudadano. Aquí el forastero escucha al parroquiano relatar con humildad como el Cambalache le ha visto crecer, forjarse, y moldearse como individuo con la arcilla de aquellos más viejos para los que el grunge era demasiado ruidoso y de una estética poco elegante, con aquellas rebecas con los puños rotos por los que sacar el dedo pulgar. Y hoy aquellos adolescentes divididos entre el grunge y el Brit-Pop, ya mayores, aprenden, ríen, departen, debaten y sueñan de la mano de los veteranos y de los juveniles. El Cambalache ha dejado una impronta ya en varias generaciones. Y ha acuñado una poesía autóctona, nocturna y musical con denominación de origen.
Es posada para todo aquel que va camino del infierno y todo aquél que está saliendo del averno. Y la felicidad no se siente adulterada, sino que busca cobijo al abrigo de una barra donde se siente querida y no juzgada. Muchos de sus feligreses nunca han salido de la Unión Europea, sin embargo, se sienten ciudadanos del mundo. Son gentes que invitarían a unas migas camperas en un cortijo a Jimmy Hendrix, y se reirían y harían chascarrillos acerca de su sangre cherokee; y le dirían con cariño: “Anda tonto pollas, déjate de ADN y dale a la bota de vino y coge rabanillos”; o comentarían a Ian Brown: “Ian, dices que te gusta mucho Manchester pero viniste pa una semana y ya llevas apalancao tres meses”. Nick Cave sacaría material para más de una novela. Y Leonard Cohen quizá se hubiera hecho olivarero antes que budista, porque flamenco ya lo era, si hubiera conocido este lugar.
El Cambalache es, como algunos de sus fieles lo identifican: “Una universidad de la vida”. Estudiar en ella no otorga ni quita nada. En tiempos de tremenda competitividad, estrés y desorientación personal este pub ofrece algo tan humano, terapéutico y espiritual como es la música, charlar, bailar y el contacto humano. El tiempo allí logra orientar brújulas completamente pérdidas en estos procelosos mares por los que navegamos, llenos de tifones de tristeza y huracanes de desazón. El Camba, como otros muchos pubs, tabernas y salas de teatro, remanece como faro y balneario de paz, sosiego y creatividad. Y debemos conservarlo y apoyarlo. ¡Feliz cumpleaños, Cambalache! ¡Feliz cumpleaños, Antonio Díaz!