“Beethoven por Liszt” da su cuarto concierto

25 may 2019 / 12:34 H.

Cuarto concierto del ciclo “Beethoven por Liszt”, integrado en el Festival Internacional de Música y Danza “Ciudad de Úbeda”. Todos los jueves de mayo, en la sala “Pintor Elbo” (con la excepción del último, que será en el Auditorio), estamos asistiendo a las transcripciones que Franz Liszt realizó de las inmortales “9 Sinfonías” de Ludwig van Beethoven.

La Sinfonía número 7 en La mayor, op. 92 de Beethoven, no necesita presentación. Es una de las más célebres y amadas del público por su impulso rítmico, su optimismo y la belleza de su célebre segundo movimiento “Allegretto”. Compuesta a continuación de un verdadero “poema sinfónico”, como lo fue su sinfonía “Pastoral”, música totalmente descriptiva de principio a fin, su autor volvió hacia los terrenos de la música pura (es decir, sin intención pictórica alguna) en esta obra. Aunque hay que reseñar que muchos autores y críticos de su tiempo quisieron ver “cosas” detrás de esas notas, pero pensamos que solo fue fruto del espíritu romántico que, recién nacido casi, brotaba incontenible y lleno de fantasía. Creemos, en nuestra humildísima opinión, y siguiendo la de muchos otros escritores y músicos posteriores, e incluso de aquel tiempo, que el op. 92 beethoveniano no necesita, ni recurrió nunca, al apoyo de la “lectura entre pentagramas”, de la descripción pictórica o sentimental. Si acaso, y más por cuestiones afectivas que otra cosa, nos dejaríamos caer sobre la opinión de Richard Wagner: “La danza en su más elevada condición, la más feliz realización de los movimientos del cuerpo en forma ideal”. Sí. Quien esto escribe descubrió por primera vez una sinfonía de Beethoven siendo niño aún, en una vieja película en blanco y negro, en la que creo recordar un anciano andaba obsesionado por que su nieta, particularmente apta para la danza, bailara la música de esta obra, en particular su movimiento final, de ritmo arrollador, y que él, como Wagner y muchos otros, veía en ella una auténtica “apoteosis de la danza”, preparándole un ballet para ella en el que la música sería la mencionada obra. A lo largo de la película, de forma bellamente obsesiva, la música de la “Sinfonía séptima” sonaba casi sin cesar, como si fuera la mente obsesiva del viejo. La pobre niña moría al final exhausta por el esfuerzo de la interpretación de la coreografía de su abuelo. En mi cabeza quedó impresa esta música avasalladora, y no tardé en oírla una y mil veces, haciendo de ella la más querida para mí de toda la colección de las de su autor. Más adelante comprobé que todas tenían “su aquel”. ¿Quién lo duda? Y algunas mucho, muchísimo más “aquel”, pero la “Séptima”, para mí, siempre será “la Séptima”.

La octava, en cambio, sin dejar de admitir virtudes (¿quién lo dudaría, nuevamente?) no nos tiembla el pulso si la consideramos una “hermana menor”. Cuando se nace después de una “Heroica”, una quinta, una “Pastoral” y la comentada séptima, y previamente al posterior parto de la gran Sinfonía “Coral”, cualquier cosa palidece. El propio Beethoven la llamaba “su pequeña sinfonía en Fa mayor”, seguramente para distinguirla de la mucho más ambiciosa sexta, escrita en igual tonalidad. El carácter de esta obra es similar al de la séptima, pero las miras son inferiores. El autor hizo una especie de “divertimento”, puede que para alegrar su pensamiento en una época no especialmente feliz de su vida. Llena de detalles humorísticos, de sorpresas y guiños, como la melodía rítmica del II Movimiento, hecha en honor del recién inventado metrónomo, que simula discurrir del péndulo de dicho artilugio que establecía de forma objetivable los “tempi” de las obras musicales. En cualquier caso, nosotros nos quedamos con el primer movimiento “Allegro vivace e con brio”, el más complejo y extenso de la obra, el más “corpulento” de esta pequeña sinfonía, envuelta entre gigantes.

Para la ocasión han sido abordadas estas “casi” últimas aportaciones al mundo de la gran forma sinfónica, que realizara el genio alemán, por una pianista excepcional: Miriam Gómez Román, madrileña de nacimiento y, ciertamente, experta en la interpretación de las intrincadas obras de Liszt. En su prestación en este ciclo, hemos podido apreciar en esta artista cómo está dotada de una depurada técnica y una sensibilidad digna de la consumada ejecutante que es, virtudes a las que tendríamos que añadir un cuidado exquisito en sus traducciones, no dejando ningún “cabo suelto” ni ningún pasaje al azar. Recordemos el brío y limpieza con que ambas obras han salido de sus manos y el control de los tempos y volúmenes absolutamente encomiables. Añadamos a esto el tratamiento del pedal y su manejo de las no siempre agradecidas teclas graves del piano de la sala “Elbo”, lo que se ha traducido en un sonido cálido y poderoso, no siempre fácil de obtener con este instrumento. El público, sobre todo al final de la “Séptima”, aclamó ruidosamente a la pianista con largos aplausos y “bravos”. Y es que la interpretación no había sido para menos. Al concluir la Octava Sinfonía, con éxito semejante, las salidas a saludar fueron numerosas, por lo que la artista madrileña nos regaló una pieza fuera de programa. No nos resistimos a reproducir sus palabras, que marcaron el espíritu de su concierto —y de todo el ciclo, dada le enorme dificultad de las transcripciones que lo forman—. Nos dijo: “Para calmar un poquito los ánimos después de estas dos ‘barbaridades’, voy a tocar un preludio vasco del Padre Donostia que se llama ‘Oñazez’ (Dolor)”. Y, con los ánimos realmente distendidos después de la armonización que el compositor y sacerdote capuchino donostiarra (1886-1956) realizara de la antigua canción vasca, y que nos firmó al piano Miriam Gómez Román, nos fuimos de la sala convencidos de haber escuchado a una de los mejores intérpretes de este ciclo beethoveniano inolvidable.