Cocido con ozono

BUENA DIGESTIÓN. El “cocido republicano” no es nada político, solo que en él, el repollo se sustituye por la lombarda

15 oct 2017 / 11:22 H.

Comentaba hace unas semanas a mi amigo José María que desde que volví de vacaciones no he vuelto a pisar una terraza en Madrid. Generalmente están sucias, son ruidosas y además espanta la contaminación de la ciudad. Y mucho más si los veladores colindan con las grandes calles o avenidas, que son la mayoría.

Resulta desagradable comer croquetas al hollín o degustar una ensalada de tomate y aguacate oyendo los berridos de becerros que rememoran su penúltima trasnochada en la discoteca.

Además son frecuentes las incidencias: o no llegó el camarero o el cocinero acabó tarifando a las nueve de la noche; el tinto está del tiempo y calentón o se acabaron los boquerones en vinagre. Claro que intentamos suplir la escalera parda de incomodidades con el buen rollo que generan los amigos bien allegados. Pero un verano eterno como el que nos tiene apresados acaba liquidando las reserva de tragaderas que tenemos gran parte de los humanos. Y en estas José María comenta que a su vecino Dionisio le ocurre algo similar: hace años que no come fuera de su casa; ni en restaurantes ni en bares y mucho menos en terrazas. No soporta ni la contaminación (al eje de Recoletos le llama Auswitch a cielo abierto), ni el ruido que trae la ciudad y sus gentes; la falta he profesionalidad general del camarero; la cocina imprevisible de tantos locales; la fusión sin sentido (carrilleras sobre obleas de barquillo); el tiquismiquis que marea a “maîtres”, camareros y cabrea a la sala con sus neuras: el vino más frío, el café más caliente, la tortilla muy hecha; el camarero empalagoso o que no llega nunca; el chupitero que bosteza mientras anda dale que te pego con el Facebook, y esos “espatarraos” que despliegan toda su vela frente a las mesas como si se exhibieran como tendales sucios.

—“¿Y cómo se nutre Dionisio?” —“Muy bien y siempre en su casa. Los jueves o sábados invita a amigos o conocidos a comer o cenar. Nunca a más de cinco. Y los martes por las tarde hace tertulia junto a una copa y platos de fruta”. —“¡Que suerte tener ese vecino!”.
—“No lo creas, la perfección puede cansar tanto como el desorden permanente. Mañana me paso a tomar un gin-tónic con él, le diré que te invite a comer, sabe quién eres pues le he hablado de ti y algunas veces curiosea en tu Blog”.

Al cabo de dos o tres días recibí un “email” correcto y desenfadado al tiempo: —“Soy Dioni, estas invitado a un cocido republicano el sábado. No te sentirás solo, conoces algunos de los que nos acompañarán. Claro que desconozco si eres monárquico. Te espero”.

Vive en un ático céntrico y escueto con una gran terraza cerrada y acristalada casi toda ella. La casa es un pequeño fortín de la limpieza, el orden y el detalle armónico. Está completamente sellada, aunque las inmensas, transparentes y limpísimas cristaleras te traen el cromatismo sucio de Madrid, como si el cielo de Madrid fuera un cuadro de Antonio López inacabado. Un complicado sistema de refrigeración regenera el aire. Pero lo que allí se siente y se nota es el ozono.

Todos estamos protegidos por una fuerte de campana de un exterior tan enfermizo.

El cocido republicano no tiene carga política. Lo llama así porque sustituye el repollo por lombarda, las zanahorias enrojecen con profusión y la patata tiene el amarillo ocre de las buenas. La disposición de la mesa parece calcada de un palacio patricio inglés del XIX aunque con una suerte de desmayo en los manteles y servilletas; los platos con dibujos menos recargados y, claro, aquello no parece la comida de un consejo de administración, presidido por un cura. Abunda el humor y el ozono, el buen vino y el ozono, las risas manejadas y ozono.

Nada se prohibe pero no se puede fumar. El mínimo trozo de terraza a la intemperie (“Me lo exigieron por cuestiones de seguridad”) es inutilizable. La comida con su sobremesa no sobrepasará nunca las dos horas y a nadie se le servirán más de tres copas de vino, un café, un whisky o un gin-tonic. Eso sí, con la música existe mayor generosidad. En esta ocasión sonaron bajitos dos vinilos de rock australiano muy ricos en armonía y alegres. Todo fue gestionado y servido por el anfitrión, un maestro del levantarse y estar sentado sin que se note. Su conversación bien pudiera ser la de un valenciano que hubiera estudiado en Eton: culta, levemente cálida y con hebras de humor. El sonido de la loza que anuncia el café y las infusiones nos llevó a conocer el sexto elemento en aquel fortín impoluto y refinado: una mujercita regordeta y humillada de ojos. “Es la mucama. Cocina como los ángeles, vive en casa como un pájaro del Paraguay”.

José María y yo fuimos los primeros en despedirnos. Problemas de agenda familiar. Casi ni nos dirigimos la palabra en el ascensor. Ya en la calle saca de su funda levemente metálica uno de sus “Romeo y Julieta” medianos. No me ofreció pues hace 25 que no fumo.

—“¿Tiene otro?”. —“Sí”. —“Dámelo. Estoy hasta los huecos de ozono”.