“Úbeda estaba al pie del campanario. El olivar desfilaba pequeño...”

    12 abr 2016 / 10:00 H.

    “Parecido

    al olor a caballos de la infancia

    algo nos atrapó seguramente.

    El sol llegaba frío

    y apenas por el patio.

    Desde los arcos

    nos miraban caídos los párpados del tiempo,

    y nos sentimos débiles en medio

    de la vida.

    Rompimos el asedio

    de repente. Después de unos segundos,

    indecisos y alegres,

    rápidamente fuimos abriéndonos el paso,

    divisando

    el polvo y las palomas sobre el púlpito,

    de par en par la historia

    —como un cielo de lluvia—

    su paisaje arrugado en los cajones.

    Y casi sorprendiendo

    una postura obscena de los mitos,

    traspasamos ocultos corredores,

    huellas abandonadas, naves

    y escaleras flotando torcidas sobre un mar

    de escombros que descansan,

    charcos de tiempo,

    vidrios,

    que nos dejaron solos

    en las entrañas turbias de su reloj

    varado.

    Como cuando se crece de repente

    todo fue más pequeño

    y una lejana sensación de asombro

    se adueñó

    de nosotros.

    Úbeda estaba al pie del campanario.

    El olivar

    desfilaba pequeño buscando las murallas

    de una ciudad en sitio

    y se acercaba lento con banderas de cal.

    Parecidos

    a los caballos blancos de la infancia

    pisamos las ruinas de un imperio,

    los restos de su paso,

    o acaso fue peor lo que faltaba,

    aquella intimidad con las ausencias.

    Pues mientras se derrumban los tejados

    y los muros

    con el color de todos los secretos

    esperan temerosos

    a que se vaya el sol,

    algo vigila allí,

    algo

    tan sólo semejante

    a la pequeña

    tranquilidad de un pájaro

    de piel adolescente

    entre las cicatrices de un viento que pasaba

    tal vez para decirnos

    de qué manera crece la hierba del silencio,

    cómo tiemblan sus patios de soledad y tarde.

    Después

    de la primera cita morada en el amor,

    ya nada importa tanto.

    Todavía en el tren

    y campo arriba,

    en medio de la noche, mientras las luces últimas

    de la ciudad se abrían

    para mezclarse débiles, violetas

    con nuestras sucias sombras

    de viajero,

    en el cemento enfermo de las primeras casas; (...)”

    (Fragmento de “Hospital de Santiago”

    de la obra “El jardín extranjero”).