Un poema que evoca a la hermosura morena de la Virgen de la Cabeza

26 abr 2020 / 11:21 H.

La noche moría en la memoria del cielo, la mañana asomaba con su luz clara y serena por oriente: el sol comenzaba ascender a lo más alto. Miguel Ángel, derramó su melancolía, su nostalgia, a la hondura más umbría de sus recuerdos. A pesar de las malas andanzas del coronavirus, hoy se propuso ser feliz. Cansado de cubrir con sus fotografías, artículos de prensa sobre el maldito virus; estremecido por tanto dolor, por tanto desconsuelo. Todas las noches, al regresar al cobijo de su casa, al amparo hermoso de su madre, lloraba por esta sobrevenida situación, el mago negro del insomnio siempre llamaba a la misma hora de la noche, el desvelo lo acompañaba hasta el alba. Pero esta mañana iba a ser diferente, sus ojos de aguila real, su arte prodigioso de captar únicos momentos, se iban a poner al servicio de su privilegiado corazón: hoy debía de celebrarse la misa de hermandad de la Cofradía de la Virgen de la Cabeza de Jaén, antes de partir a la belleza de las sierras morenas: la hermosura morena de la Virgen, de nuevo lo sostenía. Miguel Ángel describió en un hermoso poema, los momentos previos a ese viaje —iniciático para algunos— al reino andujareño de la Sierra Morena. La comitiva cofrade, en avanzadilla, subió por la carrera de Caballos, las banderas embestian delicadas los balcones de tan regia calle; cruzó la muchedumbre la plaza vieja, buscando la belleza añeja del Arco de San Lorenzo, para ascender por la estrechura de la calle del poeta y desembocar en la renacentista plaza de la Merced. La Virgen esperaba con ansiada calma la llegada de sus hijos; la ceremonia, preciosa e íntima, conquistó el corazón de los romeros. Por fin, la cofradía llegó al camarín del Pocasangre, la belleza hortelana de Jesús de los Descalzos, ánimo el espíritu de los cofrades y las banderas volaban al cielo, en la plaza de Santa María, dándole gracias al Santo Rostro de Dios. Aún había que caminar un rato por el viejo Jaén y, en la plazuela de San Ildefonso, en el arrabal de los milagros, la Virgen de la Capilla esperaba emocionada a tan noble cortejo. La patrona de la ciudad del Rostro Santo dió su bendición más hermosa. El poema llegaba a su fin, Miguel Ángel volvió a la dura realidad, el virus con paciencia se iba derrotando. Cogió su cámara y, como un Hércules fiero y honesto, dejó el miedo en su habitación, salió a cubrir las noticias de la mañana. La noche llegó en el salón castellano de su casa, su madre y hermanos le dieron el abrazo más bello de todo el Santo Reino. La Virgen de la Cabeza reía en su trono celestial.

A la Cofradía de la Virgen de la Cabeza de Jaén y a mi amigo Miguel Ángel.