Remembranzas de la migración andaluza a Cataluña

16 may 2020 / 10:50 H.

Para comprender mejor el movimiento migratorio andaluz a tierras catalanas, creemos necesario enmarcarlo, originariamente, en el contexto histórico, político y sociológico del momento: Recién acabada nuestra Guerra Civil (1936-1939) y en los comienzos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), con todas sus negativas repercusiones, España es un país tan destrozado, material y moralmente, como empobrecido. Se inaugura un régimen dictatorial, presidido por el general Franco, gobernando con mano férrea y que ni siquiera tiene clemencia con la mayoría de los vencidos: fusilados unos, y otros sometidos a trabajos forzados o en campos de concentración. Las tierras confiscadas por la II República vuelven a sus antiguos dueños terratenientes, donde muchos braceros y obreros, sin cualificación, hacen jornadas interminables, de sol a sol y, a veces, nada más que por la comida. Y por las calles, pobladas de tristeza, pulula la miseria desarrapada. Abunda el estraperlo, con poco dinero circulante, después de que anulara el franquismo los depósitos bancarios con billetes republicanos. Se impone las cartillas de racionamiento, comida por cupones (1939-1952). Los cultivos del campo, circunscritos al olivar y al viñedo, básicamente. Y en los pueblos, pequeños huertos familiares cultivan verduras, hortalizas, algunas frutas y, a veces, algo de trigo con el que obtener harina y hacer el pan, que cocían en un horno comunitario. Lo sobrante, tras cubrir las necesidades familiares, era vendido luego en el mercado municipal de abastos. Economía de subsistencia, necesariamente.

España, con su dictadura, queda aislada y boicoteada, económica y políticamente, por los países democráticos europeos del entorno hasta que el gobierno norteamericano de los Estados Unidos (EE UU) después de ofrecer, con El Plan Marshall (1948-1952), ayuda económica, tras la II Guerra Mundial, para la reconstrucción de muchos países europeos, excluida España, se da cuenta, luego, de que la situación geográfica de nuestro país es importante para sus intereses geopolíticos, frente a Rusia, y ofrece ayuda económica y alimentaria a cambio de bases militares en nuestro territorio (época de la leche en polvo, la mantequilla y el queso de bola, que se administraba a los niños de las escuelas franquistas y muy bien parodiada en el film de Berlanga: Bienvenido, mister Marshall).

En cuanto a la industria textil (derivados del algodón, lana, seda etcétera) y con la que Andalucía se iba medio defendiendo, a la sazón, desde el siglo XVIII, pronto quedó eclipsada por las ayudas que el franquismo insuflaría a la textil catalana en sus centros fabriles de Sabadell y Tarrasa, junto a los fuertes aranceles impuestos a los productos ingleses. Y, también, por la falta de reinversión en maquinaria adecuada, por parte de los propietarios terratenientes, que invertían sus ganancias en las industrias de Madrid. Todo esto, unido a los bajos costes salariales catalanes, fue la misma causa que sufrió, más tarde, esta industria con la entrada del comercio y competencia chinos. Algo similar sucedió con la industria siderometalúrgica, que se orientó hacia el norte, como los Altos hornos de Bilbao, en detrimento de las minas andaluzas de Río Tinto (Huelva), Linares-Carolina (Jaén) etcétera.

Así fue como el triángulo formado por Madrid, Cataluña y el, después, llamado País Vasco, recibió entre otros trasvases económicos, el del capital obtenido por los latifundistas andaluces. Y Andalucía seguía siendo la eterna Cenicienta. Con todos los penosos antecedentes descritos y una población muy empobrecida y estancada en la miseria, empezó la inevitable diáspora rumbo a Cataluña y al extranjero, junto con Madrid y País Vasco. Sigamos, pues, con nuestra mirada puesta sobre el espejo retrovisor de los recuerdos.

Aunque la migración andaluza a Cataluña, salvo casos aislados, se produjo hacia 1920 con varios miles de almerienses que huían del retroceso de la minería y el debilitamiento del sector vinícola, no fue hasta la década de 1950 cuando otros miles de emigrantes andaluces eran devueltos, ligeros de equipaje, en la estación de Francia de Barcelona (por efectivos de la Guardia Civil al servicio de las autoridades catalanas franquistas), a sus respectivas procedencias, del tren proveniente de Sevilla y apodado el catalán. Y como me comentaba, con emotiva tristeza, uno de aquellos protagonistas, que era tal el afán y necesidad que tenían por entrar en la Ciudad Condal que, a pesar de ser devueltos muchas veces, lo intentaban nuevamente arrojándose, con el tren en marcha, antes de llegar a la estación y corriendo por las vías hasta refugiarse en algún portal, donde, si no eran delatados, se escondían hasta ser recogidos por parientes o amigos, que los reclamaban para trabajar con ellos en empresas solventes como Seat, Pegaso, Siemens, La Seda de Barcelona y en las textiles de Sabadell y Tarrasa (conocidas por el sobrenombre de Manchester catalana). Así fue cómo estos obligados aventureros de la inmigración, se sentían unos privilegiados por tener un empleo estable, frente a una mayoría que, a parte de la construcción, tendrían otros trabajos peores y que los propios catalanes despreciaban. La vivienda u hospedaje, muy dispar: se iban instalando donde podían, al principio en miserables barracas y medio hacinados, una vez traída a parte de la familia. Luego, en los llamados pisos colmenas, por su uniformidad y sin balcones; construcciones masivas en los barrios periféricos de aquella Barcelona del famoso alcalde José María de Porcioles, donde el pelotazo y la corrupción estaban a la orden del día. Más tarde, en la década de 1960, los andaluces ya establecidos, se asociaban a sindicatos clandestinos, entidades vecinales y, sobre todo, en Casas regionales andaluzas, donde poder preservar sus tradiciones, sus costumbres, su lengua, su cultura. La decana de estas Casas fue la Casa de Andalucía en Barcelona, en 1969, que agrupaba a la inmensa mayoría de paisanos (y cuya tertulia poético-literaria de los jueves, en Vía Layetana 59, tuve el honor de presidir y dirigir durante muchos años). Como el número de residentes en Cataluña llegó, corriendo el tiempo, a cerca del millón, ya en la época democrática, la Junta de Andalucía decidió aprobar y nombrar, en documento oficial, a los andaluces de la diáspora como Novena provincia. Y a la Casa de Andalucía en Barcelona, la depositaria de tal nombramiento y que obra en la entidad.

Fue, también, en esa década, cuando se produjo en Barcelona el boom de la literatura hispanoamericana del llamado realismo mágico con escritores tan destacados como Miguel Ángel Asturias, García Márquez, Vargas Llosa (que alcanzaron el Nobel de Literatura) y otros, lo que sirvió a la Ciudad Condal para que sus editores y libreros compitieran con la fuerte competencia que, en este ámbito, les hacía Madrid.

En la década de 1970, en la Transición de la dictadura a la democracia, fueron turnándose los gobiernos de Arias Navarro (1976), Adolfo Suárez (1976, quien trajo a Tarradellas del exilio y le puso de primer Presidente de la Generalidad) y Calvo Sotelo (1981, y en cuyo mandato se produjo el frustrado golpe de estado del teniente coronel Antonio Tejero). Como el dictador Franco había fallecido en 1975 y la nueva Constitución española se aprobó, en referéndum, en 1978, fue a partir de ella que España pasó a descentralizarse constituyéndose, territorialmente, en el Estado de las Autonomías: en nacionalidades y regiones. Ya en las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña de 1980 salió elegido Jordi Pujol como Presidente de la Generalidad (1980-1984) y el nuevo Partido Socialista de Andalucía sacó tres escaños y sus parlamentarios hablaron allí en castellano, por primera vez, con murmullos de los partidos nacionalistas, que aceptaban a regañadientes. Jordi Pujol tenía muy claro, desde su primer mandato, revalidado durante varias legislaturas, que la cuestión de la lengua en la enseñanza era un requisito indispensable para alcanzar sus objetivos nacionalistas, a largo plazo. No pretendía una educación noble y clásica, en el sentido platónico de: dar al cuerpo y al alma toda la belleza y perfección de que son susceptibles, sino la de normalizar la lengua catalana, favoreciéndola al máximo, frente al español (llamado castellano en aquellas comunidades con lengua propia). Y sus maniobras no pasaron desapercibidas para un grupo de docentes e intelectuales en la Comunidad catalana que, en 1981, promovieron el Manifiesto de los 2.300 (llamado así por el número de firmantes conseguidos en poco tiempo) alertando ya del difícil futuro para el castellano en Cataluña. Lo encabezaban, con sus firmas: Amando de Miguel, catedrático de Sociología en la Universidad de Barcelona, Federico Jiménez Losantos, Carlos Sahagún, Santiago Trancón etc. Y hay que resaltar que el único periódico que se dignó a publicar el Manifiesto fue Diario 16 (de Pedro J. Ramírez). Pronto se desencadenó una tormenta de tal calibre que fueron, de hecho, considerados como enemigos del pueblo (recordando al genial escritor Ibsen) y señalados hasta el extremo que la banda terrorista Terra Lliure (que ya había asesinado al empresario Bultó) secuestró a Jiménez Losantos, dejándolo atado a un árbol, fuera de la ciudad, y con un tiro en la pierna. Esto hizo cundir el pánico, entre los promotores del Manifiesto, y comenzó la desbandada a Madrid de muchos de ellos.

Pujol seguía con sus planes. Y, en 1983, se aprobó la Ley de Normalización Lingüística, que definía al catalán como la lengua vehicular propia de la enseñanza (con jugosas subvenciones a los libros de los escritores en la lengua vernácula), dando lugar a una andadura que, a lo largo de varias décadas, conseguiría la ansiada primacía sobre el castellano, con la anuencia y traspasos de competencias hechas por los dos grandes partidos (PSOE y PP), alternados en la gobernanza de España y cuyos lamentables resultados de descontrol educativo, llega a nuestros días, con el consecuente déficit para muchos escolares. Y, a pesar, de varias denuncias y demandas judiciales de algunos padres, con sentencias del Tribunal Supremo a su favor, para que sus hijos fuesen escolarizados en su lengua materna, viendo que seguían siendo discriminados y arrinconados, también tuvieron que marcharse de Cataluña. Y no se hizo nada por ellos.

Del adoctrinamiento de los escolares, del odio a todo lo español con el manido slogan de España nos roba, huelga hablar, pues es público y notorio en todos los ámbitos. Y, en nuestros días, se les prohíbe, incluso, expresarse en castellano en los patios del recreo. Por eso, cuando el fallido golpe de estado desde la Generalidad catalana y los desórdenes públicos en calles y carreteras, al estilo kale borroca de los tiempos de ETA, se vieron chavales de instituto o primeros cursos universitarios quemando contenedores y mobiliario urbano y arremetiendo, furiosamente, contra las fuerzas del orden público, también abandonadas a su suerte por las autoridades competentes. Estos son hechos.

La emigración andaluza en Cataluña, como en el extranjero, a pesar de haber sufrido el desarraigo, fractura familiar y hostigamiento, al principio, por cierto sectores de la sociedad, recelosos por desconfianza o desconocimiento, supo superarse, contribuyendo con esfuerzo y sacrificio, junto a los inmigrantes de otros lugares de España, a la riqueza y prosperidad de la región. Porque la convivencia, en general, entre catalanes y andaluces de a pie, es justo decirlo, ha sido llevadera, incluso emparejándose los nativos con los foráneos, hasta que un cierto sector político, recalcitrante y ultramontano, la ha envenenado con la semilla del odio y de un separatismo, falso y edulcorado, dirigido a los jóvenes, complementando así, decisivamente, el largo proceso de adoctrinamiento iniciado en las escuelas.

Nos encontramos ahora con una Cataluña cuya sociedad está partida en dos, por la ineptitud de sus dirigentes en el poder. Situación difícil de revertir, al menos a corto plazo y, mientras que el fanatismo de los que se encuentran en el lado de romper la legalidad establecida, no se avengan a razones. Y hasta que, también, quienes pueden reconducir la situación, sigan mirando para otro lado y sólo pongan la problemática de actualidad cuando les interese para ganar votos en las urnas. En esta triste coyuntura, cobra sentido la frase del escritor Arthur Schnitzler: La tolerancia frente a la intolerancia es el peor de los crímenes. Ni siquiera la intolerancia es tan grave.