¿Las crisis como esta nos hacen mejores ciudadanos?

05 abr 2020 / 12:33 H.

Desde que Ulrich Beck —eminente sociólogo alemán desaparecido apenas hace un lustro— escribiera su preclara obra “La sociedad del riesgo” a mediados de los años ochenta del siglo pasado, lo que entonces nos parecía un atractivo ensayo de prognosis social, poco verosímil, hoy queda fatalmente confirmado.

Para Beck, los ejes que establecían las fronteras de desigualdad y de inseguridad, definidas por las estructuras de clase y con afección a colectivos sociales homogéneos, se estaban alterando de modo radical debido a fuertes procesos de individualización y de fragmentación familiar y social, en concomitancia con los cambios generados por la globalización y la revolución tecnológica. A partir de esa apertura del sistema social hacia la incertidumbre del porvenir, el riesgo se “democratizaba”, pudiendo afectar de manera inesperada a personas y grupos que hasta entonces habían mantenido unas estables y “seguras” condiciones vitales. Y así se viene confirmando en las últimas décadas a partir de la secuencia de crisis que asolan al “sistema mundo”; es decir, a la población del planeta Tierra. Con mayor énfasis si cabe en los pueblos con estructuras sociales débiles que pagan la mayor factura, a veces, de modo trágico.

La pandemia que nos asola, además de respaldar la tesis de Beck, se nos quedará grabada a fuego en la memoria de nuestra generación porque, sobre todo, formará parte de los hitos que jalonan los grandes acontecimientos históricos que presagian un cambio de civilización. Nunca se había dado hasta ahora una crisis de sociedad que afectara a todos los pueblos al mismo tiempo y en todos los ámbitos sociales y funcionales. Las guerras son también crisis desoladoras, pero no afectan a la población mundial por igual, como sí lo hace este fenómeno global.

Ante las grandes crisis de civilización, y nuestra época cabe catalogarla de tal, aparecen demiurgos —en términos de Rubén Darío— que vaticinan el destino que nos espera. Y los hay optimistas y pesimistas. Las interpretaciones optimistas, a las que etiquetaremos de “fe en el progreso”, entienden que toda crisis es una manifestación del avance de la humanidad hacia la plenitud de la “vida buena”, esa que se viene postulando desde los orígenes de nuestra cultura clásica. A la visión optimista del cambio histórico se adscriben, además de los clásicos de referencia, humanistas, ilustrados y los que podríamos denominar, de manera leve, manipuladores de la realidad. Más próximos a éstos se encuentran los actuales epígonos de la “modernidad ilustrada”. Una generación en defensa del éxito material, de los triunfadores. Estos nuevos optimistas se distinguen por su militante defensa del progreso y de la razón instrumental frente al posmodernismo irredento, convencidos de que la humanidad indefectiblemente avanza. Dos intelectuales abanderan la actual fe del progreso: el sueco e historiador económico Joham Norberg y el psicólogo canadiense y profesor de Harvard Steven Pinker. En Norberg queda bien resumida su tesis en el libro “Progreso, 10 razones para mirar el futuro con optimismo”. En él trata de justificar la extendida percepción de que el mundo solo parece ir a peor por la sencilla razón de que “vivimos en el mejor momento de nuestra historia”.

En la misma atmosfera de optimismo ilustrado se pronuncia Pinker en su popularizada obra “En defensa de la Ilustración...” —para Bill Gates, lo mejor que ha leído nunca—. Las pretensiones que se propone el autor son tan ambiciosas como controvertida la plausibilidad de su análisis. Justifica su obra por la “progresofobia” generalizada a la que propenden los populismos en nuestros días, por lo que “más que nunca los ideales de la ciencia, la razón, el humanismo y el progreso necesitan una defensa incondicional”. En su afán de confrontación afirma que “la evaluación negativa del estado del mundo es un error intelectual si se atiende a la realidad empírica del mismo, que nos muestra, por el contrario, una evolución decidida para mejor desde que el racionalismo ilustrado se convirtiera en la base de su organización social entre los siglos XVIII y XIX”. Y a partir de ahí atiborra con datos. Datos harto discutibles vistos desde otras dimensiones del “progreso” humano.

Pero en contraste con Pinker no todo objetor es posmoderno. Hay una pluralidad que lo forman los que llamaremos los menos optimistas. Los que bien por el abismo que supone quedarse sin asideros ideológicos, o bien por la insatisfacción que produce la crítica del modelo de sociedad en que vivimos —y a la que Beck llamó “del riesgo” —, ofrecen una visión más pesimista del porvenir.

Las respuestas dadas a quienes les embarga el miedo por la pérdida de esperanza en los tiempos de crisis quedan bien reflejadas en la adhesión al milenarismo —aunque no solo—, sobre todo al de expresión popular y secular. El proceloso cambio social que supuso la Revolución Francesa propició múltiples vaticinios sobre el porvenir. Pero nos interesa aquí destacar la obra del jesuita chileno Manuel Lacunza (1731-1801), “La venida del Mesías en gloria y majestad”, que puede ser considerada como el origen de una escatología secularizada. El estímulo que ofreció esta obra ante el estado de anomia generado por el caos social posrevolucionario favoreció tanto respuestas orientadas al universo espiritual trascendente como, en los menos avisados, hacia la superchería. Y desde entonces surgió una nueva vía que favoreció una especie de catarsis, incluso de sublimación, ante las crisis.

Los menos optimistas que optan por la razón histórica dirigen sus críticas hacia el expolio que sufre el planeta debido al sistema de producción industrial capitalista. En particular, se refieren a la avidez depredadora que lleva el capitalismo en su ADN, cuyo afán de riqueza no tiene límites. Observadores de la ecología social como Craig Collins cuestionan los argumentos de los gurús que de modo maniqueo ofrecen soflamas optimistas para ingenuos. Estos críticos tratan de desenmascarar de modo puntual los argumentos que encierra el optimismo de Pinker, al responder, con solo cuatro razones, que nuestra civilización no solo no se irá apagando, sino que colapsará. Así de radical.

Y es que, a la luz de las contradicciones en las que se apoya el orden mundial, el razonamiento de los optimistas queda fuera de lugar porque, entre otros sesgos de naturaleza estadística, se fundamenta en lo que Beck llamó “conceptos zombis”; es decir, aquellas orientaciones que interpretan la compleja realidad actual con ideologías trasnochadas. Las evidencias actuales revelan cómo el progreso del pasado se consiguió con desmesura y sacrificando el futuro, y el futuro —catástrofes, epidemias recurrentes, retornos a los nacionalismos insolidarios— lo tenemos ya encima. A la vista de lo que hay, las estadísticas que muestra Pinker sobre el nivel de vida, la esperanza de vida y el crecimiento económico, “son producto de una civilización industrial que ha saqueado y contaminado el planeta al crear un progreso fugaz para una creciente clase media y enormes beneficios y poder para una pequeña élite”.

Pero, ¿y el presunto interés general de la civilización, dónde queda? Bajo la lógica productivista del máximo beneficio no cabe esperarlo. Solo queda afirmar, de momento, que la crisis de civilización está en marcha, y aunque no se dé el colapso de civilización de modo súbito, sí cabe decir que de seguir la actual dinámica expansiva de consumo será abrupto y amargo. Y es que el planeta no solo está en riesgo de colapso por los hechos ya acaecidos, sino porque los demiurgos del poder global se niegan a asumir el reto de la promesa ilustrada que precisamente un ilustrado como Kant estableció como deber y fin de la civilización: la paz perpetua. En el nuevo estado de cosas el escenario que se abre es grave. Las élites mundiales han previsto separar su destino del resto de la humanidad, de modo que el interés por el gobierno del llamado “orden mundial” ya no es prioritario. Bruno Latour, uno de los científicos sociales más acertados en sus diagnósticos sobre los tiempos actuales, dice que “las élites han terminado por considerar inútil la idea de que la historia se dirige a un horizonte común donde ‘todos los hombres’ podremos prosperar de igual manera [...] En consecuencia, las clases dirigentes ya no pretenden dirigir, sino ponerse a salvo fuera del mundo. De esta fuga, todos sufrimos las consecuencias de estar enajenados de un mundo común que compartir”.

Ante tanto desasosiego, ¿queda alguna esperanza de alentar un futuro con cierto horizonte de posibilidad?

Sí, sin duda. La esperanza de un mundo basado en la ética de las “virtudes cívicas”, esas que nos muestran los ciudadanos y ciudadanas estos días de congojas desde sus balcones y desde sus arriesgados trabajos; virtudes ciertas que nos permiten alentar el prometeico reto de poner en primer plano el bien de la humanidad, y eso depende de nosotros: de nuestra capacidad de activar las potencialidades de ciudadanía de las que, eso sí, nos ha provisto el progreso de la civilización. En hacernos agentes de nuestro destino; asumir el desafío de constituirnos en “sujeto histórico” que como tal decide tomar el fuego de Zeus para que el hombre alumbre su camino. Eso supone optar. Como diría Aristóteles, sería asumir de modo colectivo una elección moral que supondría: una ética de la acción responsable, una ética del deber, una ética de la acción excelente y una ética que aspira a la felicidad universal.

Sin ciudadanía activa, sin elección moral y sin compromiso con el bien común lo más fácil es dar la espalda a Prometeo y entregarnos sin ambages en los brazos de Pandora.

Optemos y concluyamos, en respuesta al interrogante que abre este texto, que la sociedad que nos espera será del tipo que las generaciones actuales decidan que sea. Dependerá de la capacidad reflexiva que desarrollen y del esfuerzo que hagan por encontrar un consenso sobre lo que realmente merece la pena vivir. Y todo, pensando en las generaciones venideras. El ejemplo lo tenemos a la vista.