El miedo o terror son la punta del iceberg del nuevo paradigma vírico

22 jun 2020 / 12:08 H.

Juan José Muñoz López

Hace falta saber que un virus no es una entidad viva. Aunque aún haya debate entre la comunidad científica acerca de ello, el concepto irrumpe poderoso, inconcebible, revolucionario, creador. Un virus no es una entidad viva. Concepto interesante, que conviene saber, que conviene pensar, que conviene tener en la cabeza: para discutirlo, para analizarlo, para jugar con él. Bien es cierto que los pedagogos de nuevo cuño nos dirán que esta idea y este debate son estériles, ya que todo esto podría encontrarse en la red. Pero aun así, y con toda la ironía del mundo, permítanme indicar que, antes o después de la consulta, hace falta que por lo menos una vez en la vida se haya escuchado ese concepto tan extraño, y tan sugerente, que indica que un virus no es una entidad viva.

Si bien lo pensamos, en una época en la que un virus está mediatizando de manera tan notoria el transcurrir de la humanidad, esta no pertenencia del —por muchos llamado— “bicho”, al reino de los seres vivientes, tendría una gran repercusión, señal inaugural de nuevos paradigmas que abrirían las puertas —al menos entre los legos en ciencia— a nuevas perspectivas y formas de entender el mundo. Sería evidente, por ejemplo, el vuelco en la manera de sentir y conceptualizar el miedo y el terror. Entre las filias y las fobias, entre lo que más amamos y más tememos, siempre vertemos un incalculable caudal de proyecciones de nuestro propio mundo, al que añadimos, de manera inevitablemente humana, la intención, el sentido, el significado. Y aunque es cierto que en literatura se podrían rastrear ejemplos de un terror más intelectualizado y abstracto, al estilo Borges o al de Lovecraft, ahora no nos interesa, porque de lo que se trata es de ese terror —que podríamos llamar popular— difundido principalmente a través del cine, que ha alimentado y adaptado —al tiempo que bebía de él— el imaginario colectivo del miedo y del terror de lo que podríamos llamar nuestra época.

Un Allien perdido en algún rincón del universo es un ser vivo humanoide en el que volcamos nuestra más primitiva voracidad y nuestros más angustiosos miedos; al igual hacemos con el tiburón, con la piraña o con la orca asesina. Hay algo en nuestro cerebro reptiliano que nos hace identificarlos e identificarnos con ellos. Los fantasmas del más allá que vuelven al mundo de los vivos lo hacen porque alguien profanó su lugar de descanso y con la intención de restablecer el orden alterado, o de vengarse tal vez, de algún cruel asesino impune. Y la figura del Diablo y los poseídos, o la de Drácula y los vampiros, no es más que pura proyección de la psicoanalítica sombra humana. Caso aparte y especialmente relevante, lo constituiría “2001: Una odisea del espacio”, donde un ordenador creado como un cerebro artificial llega a alcanzar un grado de inteligencia humano que lo empuja hacia terribles acciones imprevistas. Siempre hay una intención, una proyección, un instinto, una neurosis, un elemento humano. Sin embargo, llegamos a esta nueva época del momento presente, y la entidad que pone en jaque a todo el planeta no es un ser vivo en el que podamos proyectarnos o reconocernos a través de las primitivas pulsiones de nuestro cerebro.

Alguna vez alguien dijo que el ser humano es solo un defecto del universo. La aparición de la conciencia, el gran defecto, el único, de un sistema en el que hasta su aparición todo encajaba y correspondía. El terror de la nueva época vírica no apelará a nuestro cerebro reptiliano nunca más; en la época del paradigma vírico, el terror apelará a nuestro cerebro —permítaseme el concepto— metafísico, y el terror nunca más corresponderá a lo humano, humanoide, animal y ni siquiera a lo vegetal: el miedo será ese miedo impersonal e inmotivado, ese miedo a un nuevo defecto del universo, que sin motivo ni finalidad, equilibre al primero. El miedo metafísico, el miedo a la ausencia de significado o de sentido. El miedo del paradigma vírico.

Pero quizá el terror o el miedo solo sean la punta del iceberg de un nuevo paradigma mucho más amplio que se oculta bajo la superficie, un paradigma en el que, a imitación de los virus, lo importante es la replicación de los elementos de un sistema carente de mayor finalidad o propósito. Por doquier, en nuestro mundo se observa la pérdida de significado, de cuerpo, de esencia. Se impone la réplica, la copia, la multiplicación de una materia y de una vida que, en realidad, nos abandona. Emerge lo sintético, triunfa lo funcional, impera el sistema, el cálculo, la estadística. Multiplicaciones víricas, replicaciones sin contenido, sin sentido, sin vida, sin conciencia. Relaciones de dependencia emocional con artilugios que simulan las necesidades de un bebé o de una mascota; sexo digital en 3D y muñecas que parecen vivas; inteligencia artificial para cubrir carencias sentimentales, para tener una conversación, para desahogarse, para compartir algo; el cine, transmutado en multiplicadoras series de enorme carga reproductiva, en las que el concepto de personaje coherente ha perdido toda solidez; la poesía triunfante, sucesión de ritmos, repertorio de sentimentalismo banal a la moda y a la conveniencia, inane en lo moral y con catálogo de imágenes, supuestamente surrealistas; el papel más que la tinta, la plataforma sobre el contenido y la marca por encima del producto; multiplicación de carne animal, carne de laboratorio, en la que el sabor es un aditivo; el pan como espuma industrial apenas sólida pero de enorme rendimiento económico; el tramposo eje gourmet/low cost; el deporte, un número, demasiados números, como si fuera la bolsa, con esa cínica escisión de resultados deportivos y ganancia de empresa; el PIB, esa tragedia conceptual, esa engañifa para medir la riqueza de un país, el bienestar y la felicidad de la gente.

Mundo descabezado, sin vida y sin sentido en el que nos adentramos, y hacia el que aceleramos de mano de unos expertos pedagogos que aspiran al vaciado de contenidos de las escuelas, institutos y universidades, en pos de una funcionalidad de meros instrumentos en los que convertirán a los nuevos proletarios, sin prole pero con graduados, y máster, y todos los títulos que hagan número y estadística.

¿Quién sabe? ¿Será la popularización del concepto de virus como entidad no viva, el que marque en el imaginario colectivo la sensibilidad de un nuevo siglo y de un nuevo paradigma? ¿Quién sabe? ¿Bienvenidos al paradigma vírico?