Caldo y, sobre todo, conversación para los que están “invisibilizados”

Un equipo de Cáritas trabaja de noche para atender a los que no tienen techo

29 ene 2019 / 12:00 H.

El estrés, la ansiedad, los malos hábitos antes de irse a la cama o el abuso de sustancias excitantes son la causa de que, según la Sociedad Española de Neurología, unos 4 millones de personas sufran insomnio crónico.

—¿A usted le cuesta mucho conciliar el sueño?

—“No, la verdad es que no, duermo a pata suelta, bueno, algunas veces sí tardo más, no sé el motivo, pero llevo una temporada larga que a las diez y media, o a las once, estoy ya traspuesto. Cierra uno los ojos y mañana será otro día”. Es la respuesta de Diego. Es de Linares, tiene 60 años y hace media vida que, en el lenguaje de los expertos, carece de “condiciones adecuadas en el espacio de descanso”. Las tuvo un tiempo, mientras contó con empleo y hogar en su ciudad natal, pero, como relata, “me quedé sin trabajo y, luego, sin casa”. “Me fui a Tarragona, de ahí a Zaragoza, estuve en Barcelona, en Madrid, en otros sitios de Andalucía y así... al final me quedé aquí, porque estaba harto. Me salía a dormir a las afueras de las ciudades, procuraba que ni me molestaran ni molestar, pero estaba hinchado de mantas y bancos. Pillé esto en Jaén y estoy bien”, narra. A la fuerza ahorcan. “Vivo como si estuviera acampado”, describe.

Aunque este sintecho, al final, decidió fijar su “residencia” en la capital, no mucha gente sabe donde vive. Mejor no fiarse que hay “mucho loco por ahí suelto”, aunque el equipo de Cáritas que atiende a los que no tienen casa sí conoce cual es su paradero. También la Policía Nacional, relata: “Se llegaron un par de agentes, eran de los secreta, de los que van de paisano, me preguntaron que como estaba, que si paraba en el campo y les respondí a todo que sí, pero muy bien, no vinieron para molestarme”. El dueño de la finca tampoco le pone pegas. Y, como mínimo, un par de noches a la semana, Diego tiene, además, una visita nocturna, son Alegría Crespi, Paco Alcántara y Álvaro Montejo. Este último es el “jefe”, se ríe al explicarlo, de la unidad de la confederación de las entidades de acción social y caritativa de la Iglesia Católica en Jaén que se encarga de que a Diego y a otros como él no se les olvide que forman parte de la sociedad. “Lo peor de todo, es que están invisibilizados”, lamenta Crespi, toda una veterana activista, que cuenta su experiencia por décadas.

“La radio no funciona”, le espeta Diego a Álvaro nada más verlo. Efectivamente, el aparato, regalo de Reyes, duró “dos telediarios”. “La verdad es que es de un ‘todo a cien’, demasiado aguantó”, reflexiona Montejo que se compromete a reponer el transistor lo antes posible. “Es que me entretengo”, reconoce y deja claro que está al día de la actualidad política, por afición y también de los últimos sucesos. “Que barbaridad lo del niño de Totalán”, lamenta, solidario. “El móvil no lo quieres”, le riñe, cariñoso, Montejo. Como a él, a otros de los más de sesenta hombres y mujeres que atienden estos “vigilantes” de Cáritas se les ofrece la posibilidad de darles un teléfono, no un “iPhone 10”, pero sí un cacharro que permita tenerlos más localizados. “Lo cierto es que hay que buscarlos, sabemos por dónde se mueven, pero no siempre están en el mismo sitio”, explica Álvaro Montejo. Este problema dificulta brindarles asistencia médica, que muchos necesitan, por la edad, o que se les “arreglen” los papeles de una paga, una pensión no contributiva que, en principio, es universal. “Yo no recibo nada, a veces viene un amigo y me trae comida o algo de dinerillo, diez eurillos. Con poquilla cosa hago mucho”. A la pregunta de si fuma, para entretenerse, una respuesta aplastante, de pura lógica: “¿Como voy a fumar? Con los 5 euros que cuesta un paquete me apaño dos o tres días”. Además, le gusta andar mucho, abrir los pulmones al aire puro: “Una vez fui de Gerona a Huelva y, a diario, hago veinte o treinta kilómetros, entre que voy y vengo”. También le gustan mucho los “perrillos”, que le acompañan y le protegen y se enfada al recordar que, en una ocasión, personal del Ayuntamiento le quitó a uno que había criado desde que era chico.

Paco Alcántara le acerca un vaso de caldo a Diego y el equipo se va. “Hoy hay sopa, pero, lo normal, es que vengamos sin nada. Lo principal es dar compañía, charlar”, dice Alegría. La mujer le dice a Diego que su hijo, que, desde pequeño sabe que tener una casa es una suerte, le va acercar una bombona de butano para la hornilla. Se llevan la vacía. “La radio te la traigo cuando vuelva”, promete Álvaro Montejo.

Hace un frío que pela, la humedad sube desde la suela de los zapatos hasta las orejas y obliga a moverse a toda prisa hacia el coche. Sigue la ruta hacia otro punto secreto donde está Luis. Este sintecho, en realidad, sí tiene techo, vive en una nave abandonada en la que, gracias al apaño de un “colega” de Álvaro, disfruta hasta de luz eléctrica. En su tele, de nuevo, se narra la desgracia del niño Julen y Luis, que con 58 años podría ser un abuelo feliz, y el resto se acongojan. “Me quedé parado, con cuatro hijos. La chica se me murió y los otros se los llevaron al asilo de unas monjas, en Baeza”, explica. “Nos puede pasar a cualquiera lo que a él. Se te complica la vida y no tienes arraigo familiar y te ves solo, sin recursos”, razonan los tres de Cáritas en el sofá del cobertizo. La exmujer de Luis también necesita que las ayuden y salvo una hermana y su sobrina, poco más vínculos con su gente le quedan a este jiennense de Santa Isabel y eso, a pesar de que sus padres tuvieron 8 hijos. “Cuando no es por una cosa es por otra, nos fue mal”, dice. Sus problemas, de hecho, comenzaron con una herencia, diez millones de pesetas que no le sirvieron ni para pagar deudas. Luis se mueve con mucha dificultad, porque tiene la espalda destrozada, de trabajar en el campo, en la obra y en todo lo que supone doblar el espinazo hasta la extenuación, pero es un rabo de lagartija. Mientras charla con Alegría, Paco y Álvaro se pone a hacer rosetas y, si no llegan a pararle, les hace la cena, eso sí, sin lujos. “Cuando vas a buscarlos, al lugar en el que viven, es mucho mejor, son ellos los que te abren las puertas, te dan lo poco que tienen y eso les da seguridad, dignidad”, sostiene Álvaro Montejo que conoce, a la perfección, todo el dispositivo de Cáritas para atender a los que habitan en lo que Crespi define como “la cara B de la ciudad”. Luis tiene ganas de charla y suelta una de sus bromas: “Estuve en Managua muchos años”. Se refiere a un cortijo que hay en la carretera de Fuerte del Rey, no a la capital de Nicaragua. “Si no he viajado”, admite. Antes de que se marchen, saca un rosario que se encontró y tiene guardado para Alegría Crespi. Por lo bajini, le pide a los dos voluntarios hombres que le hagan llegar un póster subido de tono. Penas con pan, son menos penas.

“Esto es como una droga, tenía muchas ganas de volver al grupo”, afirma Paco Alcántara, que se acaba de reincorporar a esta labor. Se despide, junto a sus compañeros de Luis y, con el coche, salen en busca de Basile, llegado del Este y que deambula por el entorno de la Plaza Jaén por la Paz. “Es conocido, porque acarrea un peluche y viste de traje”. No lo encuentran. “Menos mal, esta noche ha decido ir al albergue”, se felicitan. Son las once de la noche, tras tres horas, vuelven a sus casas.