La generación frustrada

    28 mar 2024 / 09:52 H.
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    Hace tiempo que en mi mente se repite un momento. Recuerdo que estaba en 1º de primaria. Para un niño de 6-7 años ese era un momento relevante. Pasar de la educación infantil a “algo más serio” se sentía especial. De hecho, justo eso recalcó la profesora el primer día de curso, que ya no éramos tan pequeños, que este era el primer paso hacia una vida adulta. Visto ahora, con mi perspectiva actual, la educación primaria no resulta tan apabullante. Del mismo modo podría hablar del paso a la educación secundaria obligatoria, conocida como ESO, o cambio a bachillerato. Constantemente nos repetían lo mismo, una y otra vez: tenéis que estudiar para labraros un futuro. Personalmente considero que la formación es algo fundamental e importante para el día a día, no me cabe duda. Sin embargo, tanto yo como muchos compañeros de mi generación, no podemos evitar sentir que, en cierto modo, nos hemos sido engañados. Más que engañados, quizás lo más correcto sería decir que nos han hecho castillos en el aire. Hemos ido a lo largo de nuestra infancia, adolescencia y comienzo de la vida adulta tachando tareas de una lista, una lista que nos permitiría tener todo lo necesario para una vida sencilla, sin muchas excentricidades, cosa que a título personal no deseo, pero al menos una vida cómoda. Seguramente, al igual que yo, muchos hayan ido un poco en piloto automático. Pasas años adquiriendo conocimientos en un sistema no muy alentador, en el que muchas veces lo que más se valora y persigue es la capacidad de retención y de recordar del alumnado más que su ingenio por encontrar la solución más fácil y rápida frente a las adversidades.

    Una vez que adquirimos un título llega el siguiente escalón, uno tan grande que es muy fácil tropezar en él: la incorporación al mercado laboral. Pocos procesos requieren tantos cabezazos contra la pared. Tampoco ayuda el hecho de que, en el caso de las carreras universitarias, apenas haya una ligera orientación. Esto no es así en los ciclos de formación profesional. Estos poseen una asignatura específica para formar a estudiantes en nociones muy básicas sobre el mercado laboral: cómo leer una nómina, qué se debe especificar en un contrato de trabajo, cómo acceder a un puesto... Personalmente creo que esta debería ser una asignatura esencial en los institutos. No puede ser que lleguemos a la edad legal para ejercer un trabajo sin saber cómo es un contrato ni lo que debe contener. Y si, por un milagro o intervención divina consigues un trabajo, la cosa no termina ahí. Animaría a cualquier persona que esté leyendo esto a que ponga en comparativa su situación actual con la que tenían sus padres. Podría poner la mano en el fuego sin riesgo alguno si supongo que la de los progenitores contenía considerablemente menos incertidumbre. Y, entonces, ¿por qué no tenemos lo mismo? Porque no, la situación en la actualidad no es ni por asomo la misma que hace tres décadas. Con un mercado de la vivienda cada vez más encarecido e inaccesible resulta casi imposible encontrar algo asequible para alquilar. Si sumamos esto a la situación laboral tenemos un caldo de cultivo perfecto para una generación desganada y con una sensación de incertidumbre. Eso por no hablar si en algún momento se plantea la posibilidad de tener hijos. Se suele poner el foco en que “los jóvenes no quieren tener hijos”. La pregunta más bien debería ser “¿Se lo pueden permitir?”. Casi no se puede tener un techo propio, no hablemos de criar y mantener a alguien. Personalmente, jamás he sentido, a día de hoy, el instinto paternal. Y aunque lo sintiera pensaría que no quiero que mis padres, es decir, los abuelos tengan que hacerse cargo de ellos. Y sí, algunos aquí pensarán: “Pues así lo hicimos no paso nada”. Me gustaría que reflexionasen sobre cómo les hace sentir haberse perdido los primeros años de vida de sus hijos, no porque que quisieran, sino porque el sistema actual hace imposible una buena conciliación familiar.

    Ahora el lujo es lo que antes se consideraba como básico. Y a todo esto hay que sumarle la recriminación que se puede llegar a sufrir por parte de los más veteranos. El año pasado asistí a un foro sobre economía. En una ponencia se comentaba la situación laboral y del mercado de la vivienda. Había un apartado en el que comentaron que cuanta más baja sea la renta del ciudadano más disminuirá su interés en la política de cualquier ámbito, ya sea nacional, autonómica, provincial o local. El ponente finalizó su exposición haciendo un llamamiento de que una situación que dificulta tanto el acceso a derechos básicos, como una vivienda, no es algo económicamente viable. Me permitirán la falta de modestia si añado que no es solo algo económicamente viable además es moralmente inaceptable. Tras la ponencia hubo una mesa redonda en la que uno de los tertulianos dijo que los jóvenes debían revisar sus prioridades. Alguien del público pidió la palabra y le espetó que no tenían nada que reflexionar, que estaban haciendo lo que se esperaba de ellos. Habrá quizás quien piense que exagero, que soy una mente aún joven, inexperta y que aún hay muchas cosas que no entiendo. Sin embargo, me considero que tengo un pensamiento bastante realista. Más realistas que esos gurús que abogan por la cultura del esfuerzo o la “mentalidad de tiburón”, a saber lo qué es eso. Porque no, la cultura del esfuerzo no existe. Por desgracia, la gran mayoría de veces no bastará con trabajar en ello o desearlo mucho. Cuanto antes os hagáis a la idea, antes lidiaréis mejor con la frustración. Si la recriminación por no cumplir con las expectativas viene desde fuera del entorno familiar quizás no suponga un varapalo tan grande. Lo malo de verdad es tener que sufrir cómo tus progenitores sueltan que ellos lo tuvieron igual o peor que tú y que no deberías quejarte tanto. No es solo que vayamos a ser la primera generación que viva peor que sus padres. Parece que somos la primera cuyos padres quieren que sus hijos vivamos peor que ellos.

    FRANCISCO DELGADO / Jaén

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