La mujer del César

29 abr 2024 / 09:32 H.
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Ya está bien! Hasta los “huevarios” estamos muchas mujeres de tener que “serlo”; pero, sobre todo, de tener que “parecerlo”, para que ellos, nuestros “santos”, los césares con escaño, puedan medrar a sus anchas sin tener que serlo ni que parecerlo.

¡Vaya silla que se nos reserva en el festín de la vida! ¡Lapidadas! —léase escrachadas que es como se dice ahora— a causa de nuestros machos adjuntos! ¡No te digo!

O alfombrilla de mil pies para que nuestros adjuntos puedan limpiarse sus indecencias en nuestro decoro, como si ellos, césares de segunda, guardasen su propio honor entre nuestras piernas.

¿Qué? ¿A que se me nota que estoy echando chispas? Pues lo estoy. Pero no tanto como para no estar dispuesta a explicarme.

Lo del encabezamiento viene a cuento del reciente archivo de la causa seguida contra la que fuera vicepresidenta de la Comunidad Valenciana, Mónica Oltra, a causa de las querencias gonadales infantiles del garañón de su marido, que le costó el cargo a su legítima. Sólo por tener un certificado de matrimonio en vigor, el vulgo le aumentó el fardo de ser mujer hasta obligarla a vencerse como una bestia cargada más de la cuenta.

Claro que doña Mónica no es la única. A botepronto se me vienen a la cabeza media docena de mujeres más a las que, en plan “patriarcaloso”, les siguen dando la matraca aún a estas alturas por lo que sus machos se trajinan sin decoro en la autogestión del semen propio o en el dispendio de dineros ajenos.

Pues, miren ustedes: ¡NO! nosotrAs (con A mayúscula) somos responsables de lo que hacemos; no de lo que ellOs (con O mayúscula) hagan, afanen, jodan o machaquen.

Voy a ver si consigo bajar el tono, y puedo explicarme sin llegar a las manos, como nos tienen enseñado los padres (y las madres) de la Patria.

Créanme si les digo que sólo los que son capaces de rapiñar hacia su bolsillo lo que no es suyo son capaces de sospechar que otro se lo está llevando crudo, con nocturnidad y alevosía, aunque lo único que ampare semejante sospecha sea un grado de consanguinidad más o menos lejano o cercano entre “sospechosa” y poderoso.

Personalmente, esa escocedura de ingles a la altura de las meninges me parece demasiado chabacana, demasiado lugareña, demasiado estrecha como para querer sacar entrada de primera fila y ponerme a mirar el sainete. Y, además, es demasiado insano para mis propias meninges, con las que me niego a jugar al yoyo, amarrándolas del cordoncillo de sube/baja machirulo.

Y, como las cosas se entienden mejor con ejemplos, pongamos ejemplos.

Un poner: pongamos que una servidora estuviera desposada con uno de esos que de la noche a la mañana adquieren estatus de “próceres” de los de “a-sueldo-urnero-vitalicio” de “toma-pan-y-moja”. (En estos momentos estoy pensando en aquella Carmen-Romero, señora del don Felipe de mi juventud). Pongamos que, a regañadientes, —o a dos carrillos y bola en medio— aparco mi manera de ganarme la vida, porque no está bien que a mi prócer particular puedan echarle en cara que su legítima ande pendoneando, ganándose la vida por su cuenta. Pongamos finalmente que, cuando ya se carece de medios propios con los que apañarse un mal capricho, va el legítimo y se enamorisca de una prójima menos usada, y una servidora se queda sin césar y sin cartera. (En estos momentos vuelvo a representarme a la Carmen-Romero de un poco después, y a tres o cuatro “Cármenes” más, cesantes en lo suyo para atender a lo ajeno oficial, —artificial— hasta que el “oficioso” se desarrima de lo doméstico para arrimarse a lo menos domesticado).

¿Y, ahora, ¿qué? ¿Ven? Alguien debiera ponerles paga a las legítimas si lo que se pretende de ellas es que ejerzan solo de legítimas. Pero si, como mandan los tiempos, lo suyo es que nosotras tengamos de qué comer sin que nadie nos mantenga, háganme el favor de no estar como hurones, en la boca de las madrigueras, a la espera de que salte la liebre para darle suelta a su bicho.

Hagan el reverendísimo favor de no usar con nosotrAs la presunción de indecencia.

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