El feminismo y sus oenegés promueven que el aborto voluntario decidido por la mujer sea un derecho humano para el control reproductivo derivado de su autonomía personal para decidir; olvidan otros derechos en conflicto: del padre y de la propia vida en formación; no es lícito generalizar la prioridad de derechos por sexo, hasta predicar que haya derechos humanos de género —no universales— con el pretexto de la desigualdad histórica. El Parlamento europeo debate ahora la inclusión del aborto en su Carta de Derechos Fundamentales de la Unión; ardua tarea de lograr un acuerdo efectivo si no es de su competencia la atención sanitaria, incluida la salud sexual y reproductiva; requeriría acuerdo unánime de los Estados miembros; es preocupante porque marca tendencia. La tradición romana-judeocristiana occidental, base ideológica de la Unión, proclama el valor de toda vida, la interdependencia de los derechos, que no son absolutos. El aborto puede en circunstancias no ser delito, pero siempre será un ataque a una vida en formación que el propio ordenamiento reconoce y protege y sobre la que nadie puede tener la libre disponibilidad. Para ser auténticamente humanos hay que descartar estos derechos.
