Breve historia de un bolígrafo

    18 abr 2024 / 09:47 H.
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    Debía correr el año 1952. Mi padre, dueño de una imprenta-papelería, solía ir a Granada a vender los recortes de papel de la guillotina y, de camino, a comprar material propio de nuestra tienda, con especial incidencia en el dedicado a los escolares. Era un disfrute para los pequeños de la familia participar en el acontecimiento... Ir a tan bonita capital, montados en un camión, y recibir algún regalillo, era una de nuestras mayores ilusiones.

    En uno de los almacenes, el dueño ofreció a mi padre un producto que, según el comerciante, iba a revolucionar el mercado. “Francisco: se llama bolígrafo.” Su gracia estaba en que llevaba la tinta en el interior, en una barrita, que no se derramaba, y que se deslizaba por el papel consiguiendo trazos gracias a una bolita que llevaba en la punta. Nos hizo las correspondientes demostraciones, ante nuestro embobado aspecto. Cuando mi padre preguntó por el precio, sopló y resopló. Era demasiado para la clientela habitual. Entonces, el comerciante se resignó, no sin anunciarle que, antes o después, este cacharrito se iba a hacer imprescindible. Y, en prueba de su buena voluntad y deseo, se me acercó ofreciéndome, gratis, claro está, tan preciado regalo.

    Y un servidor de ustedes, inocentón y afortunado con aquel obsequio, se lo llevó al día siguiente a la escuela. Mis compañeros, que tampoco sabían qué era aquello, me rodearon, me agasajaron, me agradecieron aquella demostración y hasta me admiraron cuando demostré para qué servía aquel seudo plumero, medio mágico. Aplaudieron y les faltó tiempo para dar la noticia al maestro, que tardó poco en incorporarse a la tarea con la escandalera. “¡Domingo ha traído una cosa que se llama bolígrafo!” El docente sabía de su existencia, pero nunca lo había visto. También con cierta impresión lo miró, examinó sus tripas y escribió y pintó algunos garabatos.

    Cierto fue el vaticinio. Se impuso el bolígrafo, no sin antes pasar por el correspondiente calvario. No podía rellenarse con él los documentos oficiales, verbi gratia exámenes, instancias, papeles burocráticos en general. Después, se fue abriendo la mano, pero las firmas tenían que ser con tinta negra... Nunca entendí este zancadilleo. En la actualidad, todos los inconvenientes están superados y la perfección ha superado con creces las inconveniencias. No sé si habrá en algún lugar un monumento al bolígrafo, pero valdría la pena. Yo sí pue-do afirmar que el primer bolígrafo alcalaíno fue el mío. Bueno, o de los primeros.

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