Ante la Verónica...

29 mar 2024 / 09:54 H.
Ver comentarios

Ante ti estamos, Santa Marcela, Verónica, al paso de la antigua, real e insigne cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de los Dolores. Te vemos, te observamos y no podemos dejar de intrigarnos, de preguntarnos, de saber de ti. ¿Qué piensas, mujer? ¿Hacia dónde te llevan tus pasos? Nuestros ojos te siguen, nuestro corazón se diría palpitar al compás de tu pausado y triste caminar. Tus manos enseñan el pañuelo arrugado, tres veces, tres dobleces, con que acabas de enjugar lágrimas de dolor, sudor de sangre, en un rostro que, sin embargo, ofrece una serena placidez. Eso nos produce la íntima sensación de una aflicción contenida, un desconsuelo atroz pero asumido por la altura de miras que sobrepasa tu angustia. Muestras a nuestros ojos absortos en tu propia mirada esa inseguridad contra la que luchas. Ignoramos si ya sabes cuál ha sido el resultado de tu gesto, de tu doloroso recorrido. Quizá es todavía un sueño, un anhelo, un deseo que busca, un afán, una pasión que ronda por tu mente. Quizá te turba contemplar ese trozo de paño pues algo muy dentro de ti te advierte que estás inmersa en un halo sobrenatural. Dudas pero avanzas. Tus ojos tienen esa dulce percepción que nada entre la sonrisa contenida, la alegría de saberte ungida, y el dolor íntimo que denuncia la infamia que acabas de vivir hace apenas un instante. Crees que puedes sobreponerte, que la noticia que llevas entre las manos, quizá tenga algún resquicio que te permita sobrevolar la tortura. Y de nuevo dudas. Algo, la duda, que siempre te acompañará.

Nos miras y en tus ojos advertimos que necesitas nuestra complicidad para no prescindir de aquello para lo que has sido llamada. Tu mirada busca reflejarse de nuevo en la nuestra y así descubrir lo que intuyes grabado ya en mil retinas a tu paso. Te rodea la multitud pero ya no es el grito de odio de una enfebrecida turba lo que escuchas. Has salido de ese universo cruel en el que la sangre está presta a ser coagulada a golpe de martillo y ahora ejerces de mediadora entre el pasado y el futuro. Llevas, quién te lo iba a decir, en tus manos y en tus ojos —aunque todavía no lo sabes— el rostro de la salvación, la faz redentora que atravesará siglos, el espíritu de un futuro distinto al que querrán aferrarse aquellos para los que todo ha sucedido. Tú, humilde portadora, dudas de nuevo. ¿Mereces acaso semejante galardón, semejante lugar de honor en la historia de lo que ha de venir?

Ahora ya no eres Verónica, ni Marcela, ni acaso tampoco Berenice. Y eso te turba, te desconcierta, te hace flotar entre latidos que no reconoces, entre miradas que rehúyes, entre huellas que te ofuscan, pero te invitan a continuar. Eres un soplo de viento que agita nuestras conciencias como la brisa estremece matutinas coladas tendidas al sol apenas florecido. Tu pañuelo, ese que portas en tus manos, ha dejado de pertenecerte y ya forma parte de nuestra dotación inmortal, de esa historia a la que te asusta pertenecer. Es, no te quepa esta vez duda alguna, un pasaporte sin fecha de caducidad, un místico y mítico portal que solo atravesaremos haciéndonos uno contigo y con lo que representas. Tú llevas en tus manos la salvación, la tuya, la nuestra, la de todos. Y nosotros la transportamos en el alma, en ese rincón que posiblemente también descubres cuando nos miras al pasar y posas tu rictus dolorido en nuestros rostros ávidos de recibirte.

Tu frágil figura nos infunde una extraña fortaleza, una energía que se mueve al hilo de esos dobleces en tus manos. Sigues al dolor pero sabemos que es solo un paso hacia el supremo gozo. Tus dedos acarician el tejido manchado y diríanse capaces de leer el nítido significado de esos trazos que, poco a poco, devienen en divina carne apaleada plagada de espinas cuan saetas apuntando a nuestros corazones. Creo que ha llegado el momento de que te detengas y descubras lo que nosotros ya sabemos. Baja la cabeza y observa ese paño. Tu intuición no te ha engañado. Él está ahí. Contigo. Con nosotros.

Articulistas