“Nadie sabía decirme qué tenía, y yo me moría de dolor”

Inmaculada García lleva cuatro años aislada en su casa

26 feb 2018 / 09:50 H.

Todo comenzó con un simple resfriado, que se complicó. Inmaculada García, de Santa Eulalia, una aldea de Úbeda, no respiraba bien, así que la ingresaron. “Fue una pesadilla, me dieron el alta y a los dos días, otra vez estaba ahí; de nuevo fuera y de regreso al hospital al poco, entonces nos dimos cuenta de que algo no iba bien”, señala García. Comenta que su cuerpo le dio “pistas” con antelación, como molestias o dolores de cabeza. Trabajaba en un veterinario, donde manejaba productos químicos, “nada grave, lo normal”, pero afectaron a su cuerpo, y las posteriores visitas al centro médico por una enfermedad en su familia empeoraron la situación. Con ese resfriado, el síndrome “estalló”. “Es duro, pero ahora va mejor”, cuenta, y añade: “Sin embargo, lo peor era el desconocimiento, porque llevo así diez años y sé lo que tengo desde hace cuatro, así que estuve seis a la deriva médica”. De una consulta a otra, de un especialista a otro, nadie era capaz de darle una explicación a sus recaídas, sus dolores y su sensación, que, muchas veces, minusvaloraban. “A algunos les costaba entender que simplemente por estar con una persona o en la clínica veterinaria, sentía que me moría de dolor”. Incluso fue derivada a Psiquiatría, por si se trataba de algún tipo de fobia o enfermedad mental.

Curiosamente, fue internet la que la ayudó a solventar sus dudas; en una búsqueda con su jefe y su esposa sugirieron que los síntomas podrían estar relacionados con el síndrome de sensibilidad química múltiple (SQM) y, a partir de ese momento, “todo fue mejor”. Ahora, su diagnóstico “no oficial” es claro, García padece también fibromialgia, síndrome de fatiga crónica y electro-sensibilidad, “el equipo completo”, como dice ella. El tratamiento “no existe”. Reside en una casa en el campo, con sus gallinas y plantas. Hace su propio jabón y comidas ecológicas. Pasea por la noche, “cuando el pueblo duerme y no hay coches”. Si no, no saldría de casa. Hace cuatro años que está aislada y su familia tiene que “desinfectarse” antes de ir a verla. Desde entonces no ha ido a Jaén, y ha tenido que decirle al conductor del autobús que tenía el ambientador encendido y le afectaba. “Él no lo sabía, normal”.

Durante la entrevista hace una pausa, se quita la máscara —una decena le cuesta ciento cuarenta euros— y respira despacio. “Me falta el aire”, se disculpa, pero sonríe y le resta importancia. “Es una enfermedad crónica, se aprende a vivir con ella, porque de esto una no se muere”.