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    01 jun 2020 / 16:56 H.
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    Por nombrar una de mis publicaciones, en un twitt en el que me oponía a las cuarentenas forzadas, se produjeron hasta ahora 7000 interacciones y 300 mensajes con fuertes insultos (y 210 “likes”). Mi reacción fue doble, por un lado, la sensación de estar en lo cierto ya que, cuando insultan tanto, es que a falta de argumentos no les queda alternativa que agredir y, como no pueden por la razón, imponen sus ideas por la fuerza. Por otro lado, me entró un escalofrío, me recordó al Tercer Reich y al fanatismo imperante y dónde terminó todo eso. Jamás se me ocurriría imponer mis ideas por la fuerza, aun si la ciencia me diera toda la razón lo que no es posible, porque no es posible llegar a la verdad absoluta ni a una verdad irrefutable, de otro modo no existiría ciencia que, precisamente, es la incesante búsqueda de la verdad a la que nunca se llega del todo. El fanatismo ha llegado a tal punto que para gran parte de los medios y la opinión pública todo es culpa de la “pandemia”. Si cae la bolsa, titulan “Bajó la bolsa por el coronavirus”. No razonan, no relacionan causa y efecto. Porque el virus provoca fiebre y otros síntomas, pero no que bajen las acciones. Una nota en un diario importante de Buenos Aires titulaba “Por el coronavirus peligra el nivel de desarrollo humano”. Mama mía, cómo no va a ser que la gente le tenga terror al virus si hasta “provoca pobreza”. Debería haber dicho la verdad, o sea, que la pobreza es el resultado de las cuarentenas forzadas, por la violencia de los gobiernos, y la violencia siempre destruye. “El nivel de desarrollo humano —que mide la educación, la salud y las condiciones de vida— corre el peligro de sufrir un retroceso... evaluó el PNUD” dice la nota que continúa afirmando que “10 millones de niños más en todo el mundo podrían enfrentarse este año a desnutrición aguda como resultado de la pandemia, lo que los dejaría a un paso de morir de hambre”. O sea que “la pandemia” provoca desnutrición cosa que deberían informar a los médicos que todavía no se han dado cuenta de ese síntoma. Solomon Asch, psicólogo polaco radicado en EE UU, estudió el proceso de “conformidad”. Formó grupos y los sometió a un experimento falso. El resultado fue que el 75% respondía lo mismo que los demás, sumándose a la respuesta errónea. Pero en privado confesaron distinguir la verdad pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo. La conclusión es que la presión que ejerce el grupo sobre el individuo es aplastante y uno de los mayores temores del ser humano, a lo largo de su existencia, es no ser aceptado. El experimento de Asch demuestra hasta qué punto importa evitar el juicio social negativo, y que cuestionar las bases del relato que sostiene todo el andamiaje social provoca pánico. Por eso las personas son capaces de negar la realidad y los hechos irrefutables. Y hoy el relato oficialista es abrumador a partir de los Estados que tienen una capacidad casi infinita de propaganda. El otro 25%, que no se dejaron llevar por la mayoría, despertó envidia y un resentimiento porque se animaban a dar libremente su opinión. De aquí la tendencia de los resentidos al insulto, su irracionalidad y la prepotencia de imponerse por la vía violenta, forzada, como las cuarentenas obligatorias. Y así, con este lavado de cerebro, es que han impuesto algo tan incoherente como decir que “para el bien de las personas” les quitan un derecho humano, básico, como es el de la libertad.

    No habíamos quedado que el confinamiento general de la población, para evitar desplazamientos que propaguen el virus por nuestra geografía, solo es posible mediante el estado de alarma? Entonces, ¿por qué se habla de estado de alarma a la carta? Los habitantes de las comunidades que dejen de estar bajo este régimen excepcional, ¿podrán moverse libremente entre territorios? ¿Por qué ha dejado de ser imprescindible? ¿Ya no lo es porque las autoridades sanitarias valoran que no existe peligro y nos podemos trasladar a dónde queramos? ¿O solo porque el Gobierno estima que no va a encontrar los apoyos necesarios para sacarlo adelante y no quiere verse derrotado? Si es aquello, bueno está; pero si es esto, como parece, tenemos un grave problema. El Gobierno debería ser firme en su defensa de lo que considera mejor para la población y presentar su propuesta en el Congreso. Y, si no se la aprueban, que los que la rechacen aclaren a los españoles su porqué y que los españoles juzguen en las urnas.

    El valor añadido de un producto, es la utilidad adicional que tiene un bien o servicio como consecuencia de haber sufrido un proceso de transformación. El valor del producto así considerado vale más que la suma de los recursos utilizados para su obtención. Hasta ahora, hemos venido utilizando como medida para evaluar el desarrollo de los países al PIB, pero cada vez hay más voces que reclaman utilizar estándares distintos que tengan también en cuenta aspectos como el binenestar de la comunidad humana donde se miden. Recomiendo encarecidamente leer el articulo publicado en elEconomista.es titulado: “Nueva Zelanda deja de lado el PIB para centrarse en el ‘bienestar real’ de la población”. A ellos, darles siempre las gracias.

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