Veranos de “reestreno”

    08 ago 2021 / 16:07 H.
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    Cuando el bochorno del día empezaba a dar paso al frescor anochecido, un crepitar de pipas, “kikos” y mordiscos al bocadillo de mortadela jalonaba una banda sonora que apenas se dejaba oír. Caía la tarde y la luz que ya flaqueaba se refugiaba en aquella lona castigada por los elementos o en la árida tapia enlucida. Estamos en el universo de aquellos cines de verano que poblaron nuestras tiernas infancias, agitada juventud y primera madurez. Lugares que eran capaces de mezclar, en glorioso batiburrillo, el grito emocionado de la chiquillería, el silencio apasionado a cuatro manos o la cena familiar improvisada casi ajena al desarrollo de la película. Sin ordenar el recuerdo, me asaltan escenas de tres ocasiones que han quedado grabadas en mi memoria veraniego-cinéfila y que me sorprenden en tanto en cuanto resultan ser del mismo género. Pero antes de hablar de las películas, vuelvo a verme sentado en las metálicas e incómodas sillas del Cine Estadio, del Auditorium, en Jaén, y de un cine de Mancha Real del que ya he olvidado el nombre. En un caso con amigos, en otros con aquel primo al que solo veía en vacaciones. Las tres películas eran de “ciencia afición” como gustaba decir Ana Mariscal. Por orden de antigüedad empezaremos a finales de los 50, aunque la vimos entrados los sesenta: “Planeta Prohibido”. “Viaje Alucinante” era de mediados de los sesenta, pero llegó en los 70. Y finalmente, “Encuentros en la tercera fase”, de finales de los 70, apareció rondando los 80. Una característica común de los cines de verano era, obviamente, su carácter de reestreno extendido en el tiempo. Tres décadas distintas, pero temática similar: el espacio exterior y el espacio interior. Como dijo alguien, hay muchos mundos, pero están en este. Y, no cabe duda, el cine de verano era el vórtice en el que todos ellos podían confluir. Del robot Robby a las “maneras” de Raquel Welch, de los ovnis atentos a las notas musicales al impulso maligno e invisible del subconsciente aderezado por Anne Francis. La infancia necesita mitos y estos ansían tener un Olimpo en el que aposentarse. Los cines de verano siempre fueron el refugio de la serie B o la segunda oportunidad, o la decimoquinta, de los estrenos perdidos en el tiempo. Lo que para mi eran universos a explorar, para los espectadores del día siguiente eran aventuras de “indios y americanos”, cúmulo de patadas de kung fu, cutre-terror o tiernas canciones de Marisol, Joselito, la Dúrcal o la Velasco. Los mitos siempre vivieron en las cascadas pantallas de los cines de verano. O quizá somos nosotros los que crecimos a su sombra. A la de la luna que se asomaba, curiosa, asombrada y divertida, a la película que se anunciaba cada noche.

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