“Tranquilos, que no es nada”

08 oct 2020 / 12:05 H.
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Llevaba toda la mañana raro. Como falto de energía. Con un ligero dolor de cabeza que iba aumentando poco a poco. Sensación de malestar. Lo atribuí a la vorágine de clases, a ese pantano de tareas y medidas por el que los profesores, alumnos y familias tenemos que transitar penosamente en estos tiempos extraños de pandemia. Al peso intolerable de cada paso en el barro, hundiéndonos más y más, cuando cada día de trabajo parece como un mes. Supongo que no supe escuchar al cuerpo a tiempo, qué les voy a contar. El caso es que ayer me comunicaron, un poco antes de sexta hora, la noticia de que un alumno en una de mis clases había dado positivo. Sabía que era cuestión de tiempo que eso pasara, no soy de los ilusos que piensan lo contrario. Se sienta el chico en la primera fila y, como no hay suficiente espacio en las clases, eso significa que había pasado siete horas semanales a medio metro de él. En fin, que a todo esto, a mí aún me quedaba una clase más.

Así que saqué a mi 1 de ESO al patio y me puse a leerles el primer capítulo de “La historia interminable”. Hemos elegido ese libro por aclamación popular, porque se me ocurrió que un buen texto para abrir la lata de la curiosidad lectora era el de cuando Atreyu no puede evitar que Ártax, su fiel caballo, se hunda en el Pantano de la Tristeza. No sé, pensé que les vendría bien, ahora más que nunca, saber que las emociones son importantes y que si la Nada sigue avanzando, nos quedaremos sin Fantasía. Me pasé la hora leyéndoles, yo sentado en el suelo y ellos en las escaleras de entrada al recreo, a cinco metros de distancia, sorprendentemente callados mientras mi voz luchaba por llegar hasta ellos a través de la mascarilla. Creo que lo hice bien: se me debió escuchar hasta en la sala de profesores, cuyas ventanas dan al patio, porque unos cuantos compañeros se me acercaron a felicitarme (yo retrocedí un par de pasos; pensarán que soy un maleducado) cuando recogía las cosas para irme a casa. Supongo que pensarían que me lo estaba currando con los chavales, qué sé yo. Me dieron ganas de decirles que lo había hecho porque a lo mejor tenía el coronavirus y la única forma que se me había ocurrido de salvaguardar a los nenes era llevármelos al aire libre, pero no tuve corazón. Lo hice por instinto, la verdad, y no por dármelas de cuentacuentos ni de profe guay.

A lo que iba: se supone que ahí se activó el protocolo. Me advirtieron, eso sí, que ni a mí ni a ninguno de mis compañeros nos correspondía PCR ni prueba alguna, porque se supone que habíamos tenido siempre la mascarilla puesta en clase y que entonces no hay peligro. Se me pasaron un buen puñado de situaciones en las que podría haber rebatido este argumento fácilmente, pero supongo que estaba cansado. Me encogí de hombros y me fui a casa.

A partir de ahí, la odisea. Por la tarde me suben unas décimas de fiebre. El cuerpo empantanado, ya se sabe, como si estuviera incubando algo. Me dije a mí mismo que era un enfriamiento, que no se trataba más que de lo normal de este tiempo fresco por las mañanas y veraniego al mediodía. Pero luego pensé que el demonio las carga y, por acto reflejo, llamé al número de atención al coronavirus que mi compañía médica había proporcionado al inicio de curso. Les digo que soy profesor, que tengo síntomas. Responde una voz al otro lado que me confine. Que llame mañana al centro de salud y que el médico dictamine. Así que paso la noche en blanco y empiezo a llamar a las 8:55.

A eso de las 10:30, sin haber conseguido que me cojan el teléfono, vuelvo a llamar a la central de la compañía: soy profesor, me ha pasado esto. Ahora me dicen que llame a Salud Responde. Y allí, tras otra media hora de voces robóticas y músicas de ambiente, que si no tengo por encima de 38 y no toso, que me vaya a trabajar, que para qué carajo llamo. A las 12:00 o así, consigo que me cojan el teléfono en mi centro médico. Me dicen que llame a otro teléfono, que es en la central donde se encargan de eso. En la central, que vuelva a llamar para que me den cita médica. A las 12:30, que la primera cita presencial que me pueden dar es el día 13 de octubre (¡12 días más tarde!) Que no hay citas telefónicas, pero sí que me ofrecen la gentil posibilidad de una videconsulta el próximo martes día 6 de octubre (5 días), donde el doctor dictaminará si me tienen que hacer una prueba. Es el protocolo, no hay más citas, estamos saturados. Hay que proteger al personal. Más tarde, en el palacio de justicia (perdón por la “chorrada”, pero es que estoy indignado), nadie me ha llamado. Ni de la Junta, ni desde el centro de salud de referencia del instituto ni nada. Así que voy y me hago la PCR por mi cuenta, 130 “napos” (que tendré que reclamar, aunque se rían de mí) y tira p’alante. 13:30 de la tarde.

Y, mientras tanto, nos están mandando a trabajar sin atender a una mínima coherencia, asegurando que la escuela es segura, que los bares son seguros, que lo tienen todo bajo control. Mientras tanto, sus hijos están expuestos en aulas que no cumplen con la distancia social. Mientras tanto, colegios e institutos funcionan porque profesores y maestros están trabajando el doble en medio de unas condiciones pantanosas e inaceptables. Mientras tanto, la situación se agrava porque nuestros políticos no son más que fantoches que crean problemas, en lugar de solucionarlos. Nos dicen: tranquilos, 500 casos cada 100.000 habitantes no es nada, lo tenemos bajo control. Y yo les digo: y una mierda. Reina el caos. Avanza la Nada sobre una España al borde del colapso, sin que el pobre Atreyu pueda hacer otra cosa que contemplar cómo Ártax se hunde en el lodo de su propia tristeza a la espera de su PCR.

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