Tradición y sostenibilidad

05 ago 2021 / 16:05 H.
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E l concepto de sostenibilidad —la palabra más escuchada en los actuales discursos políticos— se ha convertido en la clave cuasi filosófica de las agendas económicas y medioambientales a nivel mundial. Tenemos la obligación moral de cuidar el planeta y dejárselo a los que vengan detrás por lo menos tan habitable como lo fue para nosotros. Es todo un proyecto de equilibrios ecológicos pero en clave de humanismo y continuidad. En este sentido, el toro bravo, y toda la cultura y la economía que lleva consigo desde su crianza hasta su sacrificio, es seguramente uno de los más claros ejemplos de simbiosis del hombre con la naturaleza. Y los tradicionales modos de vida que en torno suyo se mantienen, han venido contribuyendo de manera clara a esa deseada sostenibilidad. Su singular existencia ha sido fundamental para la conservación de entornos y especies en cientos de miles de hectáreas de varios países. Y más allá del aspecto puramente ambiental, ha contribuido de manera clara en lo que podríamos llamar sostenibilidad social, especialmente en el mundo rural donde los toros no solo mantienen sierras, campiñas, marismas o dehesas —con su flora y su fauna propias— sino puestos de trabajo insustituibles que también hay que conservar. Sin olvidar la importancia cultural de tantas y tantas fiestas —acontecimientos sociales las llamaba Tierno Galván— en las que el toro se convierte en el elemento principal. Tengamos en cuenta que lo que se busca en la ganadería brava no son kilos de carne ni litros de leche para nuestro avituallamiento, sino fuerza, carácter, casta y comportamiento. Y eso requiere un tratamiento especial.

El toro manso admite cercanías, y su proceso de explotación permite innovaciones tecnológicas en naves ultramodernas. El bravo, si queremos que siga siéndolo, no. En su crianza, cuanto menos se le trate mejor. La vida en libertad es fundamental para mantener la raza. La bravura en los toros y la independencia en las personas se pierde con el manoseo. Los toros, como los pueblos, son más fáciles de manejar cuando se aborregan y se disponen —como diría Ortega— “lana contra lana y la cabeza caída” marchando bien juntos en busca de su pastor y su mastín. Lo cierto es que, al revés de lo que se pudiera pensar, el progreso no está reñido con las tradiciones. La tradición hace que el progreso sea coherente y sostenible en el tiempo. Que tenga -dicho en términos taurinos- su ligazón. La tradición viene a ser la liturgia del conocimiento heredado. Por eso, en sus diferentes formas y evolucionada, se ha mantenido tantos siglos. No es contraria a la evolución. Ni siquiera a la revolución si —perdido el norte— esta surge precisamente para recuperar los valores clásicos con los que, no lo olvidemos, hemos llegado hasta donde estamos. Las tradiciones no se votan y evolucionan al ritmo que marquen los pueblos al margen o a pesar de gobiernos o sistemas. A nuestros gobernantes corresponde ahora repartir con ecuanimidad las ayudas a la sostenibilidad que constituyen el mogollón de los fondos europeos librados para salir de esta grave crisis que no se termina de aclarar. Y visto lo visto, dejando fuera filias o fobias taurinas, dejar al toro bravo y su mundo fuera de la agenda oficial de lo sostenible, o sin el tratamiento merecido, sería un contrasentido de difícil justificación.

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