Navidades hipócritas

19 dic 2019 / 09:36 H.
Ver comentarios

En la panadería, cuando voy a comprar una barra de pan, me pregunta la dependienta si quiero bolsa, y obviamente le respondo bien alto que “no”, y le muestro la bolsa que ya llevo de casa, de tela de las de toda la vida, pues con la emergencia climática, el calentamiento del planeta y la huella de carbono que dejamos a diario, ¡por el amor de Dios y por todos los santos!, no, gracias, no quiero bolsa. Así que me voy tan feliz a mi casa, tratando de reciclar hasta el último cachito de cartón de los envoltorios, de las tropecientas cajas, de los sobres y los miles de papeles que nos rodean, igual que con los plásticos, los envoltorios, los tetrabriks y tantas mil y quinientas tonterías. Sin embargo, lo peor no es eso, sino que yo ande con la mala conciencia de no haber reciclado un pedacito de lo que sea, cuando en la Cumbre del Clima han sido incapaces de sacar un acuerdo, y porque países como Brasil o China no van a ceder. Las naciones del Primer Mundo —la UE fundamentalmente, pero más reticente EE UU— se mantienen a la cabeza esquilmando los recursos naturales desde el siglo XIX, especialmente de otros Estados, y en cambio exigen, puesto que si no el planeta se va al garete, que los países en vías de desarrollo crezcan de manera sostenida, resultando una suerte de ralentización del crecimiento, mientras no se invente una manera verde de desarrollo sostenible. Como pensar en el día que las ranas lleven cantimplora.

En cualquier caso, y siendo realistas, ¿hay algo que ofrecer, que dejarle en herencia a nuestros hijos? Ciertamente miseria, iniquidad, injusticia, aunque también se podrá argumentar en contra que desde que el ser humano existe ha sobrevivido tratando de aferrarse a esa única esperanza que nos queda: luchar contra todo eso. De acuerdo. Y lo suscribo. Por ahí seguimos, con nuestro rayito de luz, frente al futuro distópico que nos aguarda. Por ejemplo, el tema de los nacimientos de niños, la despoblación de las zonas rurales y lo que conlleva: menos maestros, profesores, médicos, etcétera, menos tejido social, pérdida de la cultura y tradición locales. Cada vez hay menos niños en las escuelas porque, por diferentes razones, las parejas no se animan, no quieren y en algunas ocasiones no pueden tener hijos, con lo que en un porvenir no demasiado lejano estarán nuestros vástagos trabajando el doble o el triple para poder sostener nuestras pensiones. Hasta hace poco, con la inmigración y la mano de obra africana o hispanoamericana, se hacía balance de nacimientos y defunciones, pero ahora ni eso, porque el horizonte de prosperidad de la sociedad española se halla bajo mínimos. Y cayendo. La sanidad, ya se sabe, es el gran negocio. Privatizar y rentabilizar el dolor de la gente, las necesidades y angustias, con la excusa de que lo público no se sostiene. Por lo que este año, como suele ser costumbre, cuando echen en la tele ¡Qué bello es vivir!, el clásico de Frank Capra de 1946, en el sopor de la siesta, mientras realizas la torpe digestión después de haberte atiborrado de mazapanes y hojaldres, por favor, acuérdate de la hipocresía que nos rodea no solo por todo lo que ya he dicho, sino también por esa paz falaz y ficticia de esas reuniones de Nochebuena en las que en la mesa no solo se hace el paripé, sino que se acaba abiertamente peleando entre hermanos o primos, tíos o parejas. Qué bochorno.

Articulistas