Me duele la lengua

    15 nov 2020 / 16:42 H.
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    Ay, Señor... La lengua, ese órgano carnoso que tantas satisfacciones nos produce en cuanto al disfrute de los sentidos. Pero no solo es portadora de las papilas gustativas que conocimos en la escuela. El órgano ha dado nombre también a la función en un festival de figuras literarias que podrían asombrarnos si no las tuviéramos aún en el recuerdo colegial. De pronto nos encontramos... ¿Con una metonimia? ¿O tal vez con una sinécdoque o un pleonasmo? La lengua. Un órgano que nos permite comunicarnos. La lengua es la responsable de la otra lengua, del lenguaje, de la comprensión y del dialogo. Pero también de sus antónimos por seguir con símiles lingüísticos. Hoy, por ejemplo, me duele la lengua. Pero no ese apéndice rosado con el que apreciar el exquisito sabor de un vermú de mediodía. Me duele la lengua española. Esa que por azares de un entramado de acuerdos en tiempo constitucional se llama “castellano” y que ostenta el devaluado título de “oficial”. Ahora, dicen los que de ello opinan y retuercen, que no solo ha perdido ese apelativo, sino que también se le apea el adjetivo de “vehicular”. Vamos, que no se puede conducir con ella por las autopistas de la educación, la enseñanza o la cultura escolar. Al menos en territorios díscolos que pretenden —y han conseguido— sumergir a sus retoños en el océano de su propia inmersión. Hurtar a alguna que otra generación el conocimiento y buen uso de una lengua como la que tantos millones de personas utilizan en el mundo es, como poco, una pincelada salvaje en el desarrollo de ciudadanos en formación. ¿Es acaso necesario abatir, abolir, humillar o despreciar una lengua para elevar a otra a los altares? ¿Es éticamente defendible anteponer beneficios políticos a la educación de niños y niñas fácilmente manipulables? Parece ser que sí. Personalmente he recorrido la Rambla barcelonesa en un Día del Libro buscando una banderola en castellano sin encontrarla. He visto la mala cara de una guía local en un conocido monumento de la capital catalana cuando se le indicó que no entendíamos catalán. He sufrido viendo los balbuceos de una chica que para cada palabra que emitía en castellano tenía que pensar y traducir mentalmente. He ayudado a una señora de cierta edad en la cola de cajas de un conocido hipermercado que ha eliminado cualquier rótulo en castellano y que, por tanto, no sabía a qué atenerse ni leyendo ni escuchando la megafonía. He visto en primera persona cómo una realidad política de absoluta y malsana cerrazón se antepone a la normal alternancia de lenguas, a la convivencia de lenguas cooficiales, que no significa aplastar a la del Estado sino coexistir con buena fe y con ánimo de cooperación. Decididamente me duele la lengua.

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