Los cuentos y miedos

    20 mar 2020 / 15:45 H.
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    Aveces, el ajetreo de lo cotidiano nos mantiene ausentes de toda la tramoya de la vida. Fue ayer, desde mi balcón orientado al campo, cuando pude percibir que tras el ocaso se hizo un silencio de los pájaros que en mucho rememoraba la cita del Apocalipsis de San Juan, que da nombre a la extraordinaria película del sueco Ingmar Bergman “El séptimo sello” (1957): “Y cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el cielo como de media hora”. (Ap 8:1)

    Había una sensación de Peste Negra medieval en el ambiente, como en la genial película de Bergman. Pero a los humanos nos paren con cuentos, nos acunan con cuentos, nos amamantan con cuentos, y entre cuatro
    cirios nos envían a una eternidad allende el país de los miedos y de los cuentos. Siempre he admirado a quienes los han escrito,
    porque en cada cuento nos han dejado un mensaje oculto: “La Historia no es más que la mentira encuadernada”.

    Los de mi generación, de jóvenes creíamos a pies juntillas en la armonía y en la transparencia de las ideas y de las cosas, y nos ha costado lo nuestro asumir que existe el mal. A sangre y fuego de desencanto hemos aprendido que existe la maldad gratuita; afición favorita de aquellos que le ponen zancadillas a la historia —y a todo hijo de vecino—. Ya nos lo decía Voltaire, con el fino sentido del humor dieciochesco con el que adornaba su pensamiento ilustrado: “Una de las mayores desgracias de las gentes honradas es que son cobardes”. Y este mundo actual, en el que las ideas, los rencores, los odios y los miedos se han globalizado, parece estar hecho solo y exclusivamente para chacales valientes.

    Escribir es, ante todo, un gusanillo como el que mataban, cada amanecer, con aguardiente “matarratas" los mineros de mi tierra en otros tiempos, sin ser conscientes de que tarde o temprano ese gusanillo inofensivo acaba convirtiéndose en un dragón al que vencer, o, en el peor de los casos, en un espejismo por el que dejarse seducir. Es cuestión de cómo administremos las cobardías en el argumento de nuestros cuentos sin miedos.

    Nunca sabemos cuánto tiene uno, en cada momento, de San Jorge matadragones o de arañilla de quicio chinchorrera. Simplemente se escribe lo que se vive, y hasta lo que se sueña, ejerciendo más de “corresponsal de barra tabernaria” que de “corresponsal de guerra injusta”. Lo decía también Voltaire: “Entre lobos, conviene aullar de vez en cuando”, tal vez porque la razón última de que la Historia nos haya perpetuado un modelo de persona honrada y necesariamente cobarde, estribe en el empeño que los inspiradores de todas las globalizaciones posibles han puesto para que nos creamos que sólo nos hacemos merecedores de la diaria ración de progreso y bienestar, exclusivamente desde el silencio de los corderos. Pero vivimos la paradoja de la oveja que se pasa la vida temiendo al lobo, cuando ha de ser el pastor que las cuida quién las mate y se las coma.

    Pese a todo esto, uno echa de menos los cuentos de la infancia en los que los malvados nunca salían victoriosos y las gentes honradas, donde al final, eran felices y comían perdices. A veces, la cautela, la prudencia y el ánimo de los políticos en su afán de no crear alarma social, acaba haciéndoles olvidar que nunca duelen dos cosas a la vez. Es por ello por lo que nunca sabemos si nos duele más lo urgente o lo importante, o tememos ambas cosas por igual.

    Una democracia sin miedos y sin cuentos implica una sociedad de valores, en la que no caben los remilgos semánticos que las dictaduras dejan marcados en el subconsciente colectivo de una sociedad cada vez más propensa a que le afloren progres de derechas, pijos de izquierdas, pelagatos culturales, mindundis laborales, pillabichos financieros, salvapatrias de opereta, virus con nombre de corona, y una corona que parece un virus.

    A la caída de la tarde pude apreciar que los pájaros no cantaban. Parecían observar en silencio el nacimiento de una crisis en el país de los cuentos y de los miedos, en el que como siempre la mayoría pierde mucho, y unos pocos sólo pierden los escrúpulos.

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