La palanca de Jaén

08 mar 2019 / 11:30 H.

Hay dos vanidades que sin pudor suelo ejercer en público. Una, mi condición de exfumador con más de tres décadas de antigüedad en el gremio de los anicóticos; y la otra, el ejercicio no remunerado de los menesteres propios del cronista oficial de mi pueblo de adopción, desde hace casi treinta y tres años. Y pido disculpas por el asomo de inmodestia, pero en el hecho de no fumar —sin amargarle la vida a los todavía fumadores—, y en la oportunidad de poder escudriñar, vaticinar y escribir lo que fueron, son y pretenden ser mis convecinos como colectividad, sin más recompensa, por un lado, que no toser por las mañanas, y sin otra satisfacción, por el otro, que no perder el sentido del esfuerzo gratuito en pos de la comunidad que me soporta
—y viceversa—, encuentro el mejor equipaje para acabar de saltar la barrera de la jubilación con el mismo estado de ánimo y compromiso que comencé mi vida profesional, eso sí, algo más sobrado de arrobas, con las nieves del tiempo plateando mi sien, y un poco más de hierro lastrando mi corazón.

En los cuarenta y cinco años que hace que cumplí los veinte, he tenido la oportunidad de conocer a gente tan pobre que solo tienen dinero, que diría la sin par poeta Gloria Fuertes. He conocido, también, en estos últimos tiempos a mozuelos imberbes sin otro sueño que llegar a los treinta años con el mañana y el pasado mañana atiborrado de pasta dineraria, que, con la arrogancia al uso en el Imperio, te llaman gilipollas porque te obcecas en ponerle remedio al celemín de mundo que te ha tocado padecer o disfrutar, según se mire y soplen los vientos. A mi generación —“yo también nací en el cincuenta y tres, me mata la estupidez de enterrar un fin de siglo distinto del que soñé; yo también crecí con el Yesterday”— nos amamantaron con leche en polvo de la ayuda americana en ubres tartesas, fenicias, romanas, visigodas, moras, judías y cristianas, y tal vez sea por ello por lo que los de mi generación —“yo también nací en el cincuenta y tres; en todo he sido aprendiz; como tú sintiendo la sangre arder me abrasé sabiendo que iba a perder”— sentimos alergia a los burger de comida rápida y aprendimos a matarle el sabor a la Coca Cola con el ron de la rebeldía.

Eso sí, la leche no se nos agrió, y una vez resuelto el asunto del plato de lentejas diario, sin haber muerto en el intento, fue inevitable preguntarse por el además que la vida ofrecía, y a poco que te lo hayas propuesto acabas dándote cuenta que el además de la vida no es otro que la vida misma en toda su extensión de gratuidad y solidaridad, como el sol, la luna y el aire, antes de que algún avispado, máster en sacaliñas para más señas, descubra la forma de cobrarnos los rayos que el dios Febo nos regala cada mañana de domingo para que leamos plácidamente el periódico junto a unas tostadas con aceite de oliva virgen extra. No sé si el remedio al todo vale de la antigua cultura del pelotazo, hoy transformada en la corrupción de la posverdad, y a modo de contracultura, pudiera estar en resucitar a don Quijote de las bibliotecas y hacerlo cabalgar por los pueblos de España, plantándole batalla a tanto gigante, que haberlos haylos, que a modo de molino hace girar sus brazos al aire más insolidario y más indecente. Sería el nuevo “Don Quijote de la Catarsis” que a propósito de los menesteres del cronista oficial, y por comenzar a barrer por los rincones propios, nos deja dicho: “Debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les hagan torcer el camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”.

Cada mañana me coloco el sombrero de provinciano y me sitúo en el extremo de la palanca en la que se hace fuerza para que Jaén se mueva. Mi recompensa no es otra que estar en la orilla del río de los sucesos, donde más duele Jaén. ¡Y no saben ustedes cuánto y cómo duele!