La enseñanza

23 mar 2021 / 10:45 H.
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Entre mis muchas deudas pendientes, tengo una, importantísima, con las personas encargadas de mi formación académica. Me gustaría expresar todo mi respeto y admiración hacia el trabajo de las maestras y de los maestros, profesionales de carácter vocacional (en la mayoría de los casos) que llevan a cabo una labor compleja y delicada. Qué responsabilidad tan grande es tener a tu cargo la educación de un puñado de niños y de niñas. Se trata de una materia prima extremadamente
frágil y sensible, cuya evolución va a depender, en gran medida, de las habilidades del profesorado para desarrollar sus potencialidades.

Acudir, diariamente, a un lugar en el que te regalan la llave capaz de abrir el tesoro que contiene todo el conocimiento que hay en el mundo es un privilegio que, a menudo, no somos capaces de valorar en su justa medida y que constituye (junto con la sanidad universal, una adecuada red asistencial, y el fomento de la cultura) uno de los pilares esenciales de las sociedades avanzadas.

El bosque de pupitres puede ser un lugar inspirador y luminoso al que apetece acudir para adquirir conocimientos. Pero también puede convertirse en un laberinto sombrío, repleto de obstáculos y de zanjas, en el que se está atrapado sin posibilidad de salida.

Yo tuve la suerte de pasar mis primeros años de formación escolar en un lugar muy especial. Fui alumno del colegio Santa Capilla de San Andrés de Jaén, uno de los centros educativos más antiguos de España. Mientras estudié en sus aulas, no era consciente de la dilatada historia de la institución que me acogía. El caso es que muy pocos colegios pueden presumir de acumular más de quinientos años de historia. En San Andrés tuve la suerte de aprender junto a magníficos maestros (Don Ricardo, Don Pedro, Don Ildefonso, Don Manuel, Don Fernando, Don Juan...). Y creo que se llamaba Don Ángel el primero de ellos.

Le conocí un extraño día en el que mi madre, por primera vez, me pidió que soltara su mano, y se marchó. Y yo me sentía abandonado en la entrada de un amplio edificio, aturdido por el cacareo incesante de cien voces infantiles. Debo confesar que, hasta entonces, apenas había salido de mi casa. Y me sentía torpe en aquel laberinto de salas, de pizarras y de libros. Pero él, guiándome de la mano, fue capaz de hacerme transitar por aquella nueva página de mi vida. Y me mostró, cómo caminar, renglón a renglón, aprendiendo y disfrutando de cada párrafo. Y si mi cabeza chocaba con algún acento inesperado o mi pie resbalaba en una coma súbita que yo no había visto, no importaba, mi maestro estaba ahí, para evitar que me soltase del hilo de la narración. Y explicándome qué hacer para evitar precipitarme por los abismos de los bordes de página... Mis pies han recorrido, con el tiempo, kilómetros y kilómetros de palabras, de renglones, de historias. He completado, con mi mochila de libros a la espalda, unas cuantas vueltas al mundo (de la literatura). E incluso he asfaltado, yo mismo, un montón de caminos de letras, por los que otros, a su vez, han transitado. Pero aquella nublada mañana otoñal, bajo la luz mortecina de unos pálidos fluorescentes, mi maestro señalaba la nítida, aromática tinta del inicio de mi flamante libro de textos... y jamás olvidaré aquella imborrable “impresión”.

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