Inmigrantes

11 nov 2018 / 11:21 H.

Dentro de pocas semanas, en cualquier lugar de este Sur doliente, se escuchará como villancico ese hermoso cante del que existe una versión estremecedora del más grande cantaor de todos los tiempos, Manuel Torre: “A la puerta de un rico avariento/ bajó Jesucristo/ limosna pidió/ y en lugar de darle limosna/ los perros que había se los azuzó/ pero quiso Dios/ que del cielo un rayo cayera que los carbonizó/ y el rico avariento pobre se quedó”.

Se me ocurre, hoy día, dónde está esa puerta, dónde el avariento, dónde los perros que no son buenos ni malos sino obedientes a una orden del amo que los amaestra para morder al indigente. No son estos sino aquél quien exhala crueldad, quien carece de todo sentido de la piedad, quien siendo cristiano, es incapaz de reconocer a Jesucristo en la puerta del denominado estado del bienestar, cuando se huye de la guerra o se implora la limosna del trabajo y paz, para subsistir. Y tal ignorancia se personifica en individuos, en instituciones en cuyo frontispicio ideológico se proclama el “nuevo mandato, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado”.

No es necesario ser cristiano, ni musulmán, ni judío, ni nada, para captar la grandeza de ese mensaje, aunque solo sea como utopía. Los titulares de prensa respecto de centenares de inmigrantes, muertos en los mares de Roma y de Cartago, respecto de los muros y las alambradas con profusión de puñales asesinos, respecto de los lunáticos dirigentes que movilizan a miles de soldados armados que están obligados a cumplir ordenes, incluso la de disparar, apenas nos inquietan, apenas nos merece un gesto retorico de lástima. Uno se pregunta ¿dónde suena el clamor de la Iglesia cristiana, en Europa, ante ese pausado genocidio de los pobres? ¿En qué Sinagoga se exhorta a los creyentes a que se materialice en sus vidas las recomendación del Libro de los Proverbios (2 y 9 Cap. XXII), “se encontraran y se necesitaran mutuamente el rico y el pobre; a entrambos los ha criado el Señor” o “quien es compasivo, será bendito; porque ha partido su pan por los pobres?”. ¿En qué escuela coránica, mínimamente ortodoxa, se duda de que la exquisita hospitalidad árabe proviene directamente del Corán? La religiosidad no es solo resultado de una convicción subjetiva, sino que ha de tener su proyección social, porque ese es el objetivo último y esencial de cada religión: hacer extensiva a todos los humanos “su verdad”. No se trata de imponer a los ciudadanos principios teocráticos para resolver el problema de la inmigración cuyo responsabilidad ha de atribuirse directamente a la política, sino a contribuir a que ésta se vea anegada por conductas pluriconfesionales acordes con sus creencias que transformen en realidades concretas, los grandilocuentes pronunciamientos sobre derechos humanos que, al parecer, carecen de toda virtualidad. Resulta paradójico que esta reflexión tenga que hacerla un agnóstico. Si existiera Dios, que Dios me valga.