Fragilidad

    17 abr 2020 / 16:28 H.
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    Yel tiempo se detuvo en nuestras vidas. Los asuntos que, hasta ese momento, nos parecían trascendentales, urgentes e inaplazables se quedaron suspendidos en una dimensión desconocida y sobrecogedora. El miedo ocupó el lugar de la prisa y nuestros movimientos se fueron haciendo cada vez más lentos y torpes, como si estuviéramos envueltos en una fina tela de araña. Salíamos a la calle provistos de mascarillas y guantes, mirábamos con recelo a las personas en la cola del supermercado. En aquel tiempo de encierro, las ventanas y los balcones se convirtieron en la única vía de escape a la monotonía. Teníamos una necesidad extrema por comprobar que el mundo no había desaparecido, que aún quedaban personas reales, y que salían a aplaudir a las ocho de la tarde, en homenaje al personal sanitario. No fue un encierro austero, no pasamos hambre ni otro tipo de necesidades, incluso hubo papel higiénico para todo el mundo. Pero los enfermos morían solos, lejos de sus familias. Y algo cambió para siempre dentro de nosotros, por primera vez nos dimos cuenta de que nuestra avanzada sociedad no era invencible, que éramos frágiles y que lo seríamos aún más si no cuidábamos lo realmente importante.

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