Escenas de Catedral

21 ene 2020 / 08:39 H.
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Hoy me he levantado un poco místico, y me apetece caminar hacia algún templo. Uno grande, imponente. Lo más sagrado posible. A mi ciudad no le queda mezquita ni sinagoga alguna, las perdió en una esquina de los siglos, al girar en una intersección del tiempo, especialmente agitada por tumultuosos conflictos, la pobre Jaén dejó caer todas esas maravillas de sus bolsillos y no fue capaz de arrodillarse para recogerlas. Y si se te caen las mezquitas y las sinagogas, esas cosas son muy difíciles de recuperar, que en cuanto te descuidas, van y te pegan el cambiazo, y dónde tenías el solar sagrado, te han hecho mudanza de fe, de reliquias y de nómina de divinidades. Ahora Jaén tiene un templo de columnas corintias. Aunque pudiera parecerlo, no es una nave espacial recién aterrizada en la pista habilitada al efecto. No. Es más bien una gran escenografía barroca, con tramoyas y telones de piedra. En el amplio escenario de la principal plaza, se levanta este gran decorado barroco, y el primer acto del espectáculo está labrado en sus muros, en sus pétreas bambalinas. La Catedral de Jaén deja sin aliento a los sorprendidos espectadores que se asoman a la función. Qué espectacular decorado han conseguido levantar el gran Vandelvira y el resto de escenógrafos que han intervenido a lo largo del tiempo en este proyecto colosal.

Cruzo el umbral sagrado para disfrutar del segundo acto, y de pronto, lo primero que llama mi atención es el silencio. Un silencio ensordecedor. La piedra vigila el silencio, preserva y filtra los sonidos, solo los imprescindibles son permitidos allí dentro. La piedra se erige en guardiana, como una exquisita gourmet del silencio. Y qué nave tan espaciosa, parece que quisiera rozar las nubes. Y el techo, suspendido casi en el cielo. Pareciera diseñado para que anduvieran gigantes en su seno, como si los santos y seres sobrenaturales necesitaran esas longitudes para no darse un coscorrón en la cabeza, o como si se ofreciera pista libre a los ángeles, para poder sobrevolar a sus anchas sobre las cabezas de los feligreses, sin miedo a catástrofes ni a colisiones en el interior del espacio aéreo del edificio. El aire es especial, allí dentro. Es aire que acaricia los pulmones. Aire besado por las alas de los ángeles. Y en el corazón del templo, contemplar el coro de la Catedral de Jaén, es una experiencia alucinógena. Es uno de esos sitios que tienen la capacidad de envolverte, de hechizarte hasta hacerte creer que estás en otro tiempo, e incluso en otra dimensión.

Tiempo atrás, grandes artistas tallaron la madera, como si de un lienzo se tratase, acariciándola hasta crear maravillas. Es necesario explorarlo; como todos los tesoros realmente valiosos no se muestra a primera vista, hay que encorvarse, ponerse de puntillas, arrodillarse, alzarse, acuclillarse, levitar, etcétera, para tratar de descubrir cada detalle macabro, cada fragmento sublime, cada curiosidad grotesca, cada imagen excelsa.

Quisiera uno atrapar todas sus imágenes y llevárselas en la mochila de la retina, para jugar con esas diapositivas de belleza, y usarlas como píldoras de armonía, cuando el caos se apodera de uno. Incluso a los que somos descreídos, nos asalta, por unos momentos, la certeza de la existencia del cielo, y también de un infierno grotesco y delirante.

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