En plena confusión

27 feb 2020 / 16:59 H.
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Entre psicosis y paranoia, le decía a un amigo la pasada tarde que no debemos perder el humor. Es casi una obligación en esta zozobra, con Trump a las puertas de la reelección. Allí solo preocupa perder el poder adquisitivo, su papel preponderante, la confortabilidad que significa miseria para tres cuartas partes del planeta. Yo por mi parte voy de mi casa a las clases de la facultad, y de la facultad a mi casa, con libros y carpetas, intentando entender lo que sucede. ¿Soy el único que percibe algo extraño? Por las calles, no sé si soy yo el que mira las cosas diferentes, o que de verdad las cosas se muestran de otra forma. Como con carácter de urgencia y apresuradas. No sé si la gente anda acelerada o nerviosa, espoleada por la sensación del fin de los tiempos, un nuevo Apocalipsis y ese deseo de apurar la última copa. El último trago, no obstante, deja un regusto amargo, porque las despedidas nunca han sido agradables, y a medida que contemplo a la gente charlar o gesticular, en las plazas o en las terrazas de los bares, en esta singular primavera de este febrerillo loco, pienso que todo se ralentiza, se acompasa y remansa en una aparente, aunque sea aparente, calma. En ese momento, volvemos a la idea de que el mundo sigue, seguirá a pesar de nosotros, y la certeza de estar vivos nos devuelve el equilibrio.

¿Quién sobrevivirá? ¿Sobreviviré yo? ¿Sobrevivirán los míos? La cautela anima a la prudencia, ya que se trata de un 2% de mortandad, frente a otras pandemias, como la llamada gripe española de hace un siglo, que tuvo índices muchísimo más elevados. En medio del caos, como se suele decir, no hay que pensar demasiado. Es la consigna. No darle demasiadas vueltas, porque si no acabarás muy mal. Y hay que recordar que el mundo sigue, que ahí afuera protestan los agricultores, los olivareros andaluces montan barricadas en las autopistas porque el precio del aceite de oliva anda por los suelos, que los ganaderos de media España prefieren tirar la leche a las alcantarillas que pagar por malvender su producto...

Al igual que las noticias, vivimos un mundo de usar y tirar. Todo es desechable o, peor, considerado con la etiqueta de no retorno. Como si pudiéramos descambiarlo, el mundo pasará su factura con recargo, y por eso hasta las relaciones son también de usar y tirar. El compromiso bajo mínimos. Amor y amistad seriamente tocados del ala. Todos vamos a lo nuestro, que se reduce a lo mío, y se habla del colapso del capitalismo, un sistema que aprieta pero no ahoga, porque si eliminara ciertas bolsas de prosperidad, fracasaría. Se regenera desde el espejismo de las clases medias, desde las legítimas aspiraciones de esa gente normal y corriente que quiere comprarse un coche o poseer una casa en propiedad y darle educación universitaria a sus hijos. Ya decía un Karl Marx crepuscular en la Crítica al Programa de Gotha (1875), obra clave del filósofo alemán, que la socialdemocracia sería el fin de la aspiración revolucionaria, porque en el conformismo y el posibilismo se encontraban las contradicciones que, sin lugar a dudas, hoy se airean de manera ostentosa. No estoy exagerando. Esa misma gente que vemos deambular ansiosa demanda un cambio, quiere que se acabe esta corrosión del carácter permanente, esta angustia del vivir. La incertidumbre. ¿Nadie lo nota? ¿O son solo sacudidas de la hipersensibilidad?

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