El Dios 4.0

05 mar 2018 / 09:27 H.

Sor Ventura nos explicó una vez en clase que Dios sabía todo lo que hacíamos y todo lo que pensábamos. Recuerdo que levanté la mano y le pregunté ¿y si me meto en un armario, también sabe lo que hago adentro? A pesar de su rotundo ¡por supuesto! al llegar a mi casa estuve metida toda la tarde en el armario de mi cuarto hasta que, supongo, me entró hambre. No sé lo que hice allí, a oscuras, rodeada de abrigos y vestidos, pero todavía conservo aquella sensación de total intimidad.

Han pasado los años y ahora son los sistemas de mapas de Google o de Apple los que saben lo que hago y lo que pienso cada día. Me dicen lo que voy a tardar en llegar al trabajo y, cuando acabo mi jornada, a qué hora volveré a mi casa. Esa rutina facilitadora es algo a lo que acabas acostumbrándote. Otra cosa es que un día decidas ir con tu hija de rebajas y al montarte en el coche, el teléfono, como por arte de magia, te indique el recorrido más corto para ir a El Corte Inglés. De acuerdo, reconozco que sería capaz de admitir, con una especie de conciencia adormecida, que en este mundo conectado cada acción que hacemos nos delata porque vamos dejando un rastro de metadatos a nuestro paso. En apenas un lustro hemos pasado de la gestión del conocimiento a la del reconocimiento de patrones. Hoy se cuantifican, predicen y controlan nuestros hábitos, nuestras inclinaciones y los deseos que gobiernan nuestra conducta. Pero lo que nos espera de aquí a unos años es inimaginable. La vigilancia será tan intensa que casi será imposible cuantificarla. Por eso me pregunto: ¿Llegará el día, si no ha llegado ya, en que también nos van a delatar nuestras conversaciones? ¿Y nuestros pensamientos?

La tercera de las tres leyes que formuló el escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke, relacionadas con el avance científico, venía a decir que cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. Lo recordé el otro después de leer que se está trabajando en unas lentes del tamaño de un grano de sal capaces de capturar imágenes nítidas y que además podría fabricarse rápidamente a costos reducidos utilizando impresoras 3D fácilmente disponibles en el mercado. El instinto de la indolencia se acomoda en nuestro interior como un parásito ante lo que nos sobrepasa. Quizá por eso, mi primera reacción, lo confieso, fue como si esa invención no tuviera nada que ver conmigo; es decir, con la misma indiferencia que tendría una espectadora después de ver una escena guay en una película de ciencia ficción. Todos queremos un espacio reservado libre de juicios ajenos. Incluso las personas que aceptan que se visibilice o se comercie con su intimidad necesitan una puerta entre lo privado y lo público que se pueda abrir y cerrar a voluntad. Y tuve que hacer un esfuerzo para entender que dentro de muy poco nuestras expectativas de vivir un mundo de privacidad quedarán reducidas a cero. Entonces también asumí la certeza de que por mucho interés que pongamos en negarnos a esta invasión solo podremos atrasar la aceptación de nuestra derrota.

Estoy de acuerdo con Unamuno en que no hay cosa más repugnante que explotar la ignorancia ajena. Por eso es tan importante tomar conciencia. Entender que limitar la sensación de libertad o conocer en detalle la intimidad de una persona supone ejercer un poder absoluto sobre la misma. Esta convicción, como mínimo, debiera sumirme en un pre-estado depresivo, pero no va a ser así porque creo que estamos obligados por imperativo moral a adoptar un razonable optimismo vital.

En contra de lo previsto, pensar que el Gran Hermano irrumpirá progresivamente en nuestras vidas como un visitante maleducado, me importa un... pimiento. O siendo menos maleducada; me aporta una especie de paz interior muy alejada de la angustia orwelliana. Porque cuando nos ponemos, los seres que formamos la comunidad de la red somos expansivos, adaptativos, generosos, innovadores y lo suficientemente inteligentes como para saber que la libertad no se puede robar, que no hay fronteras que valgan para quienes no tienen nada que perder.