Educación, juguete político

27 dic 2020 / 09:51 H.
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Hace unos días el Congreso de los Diputados aprobó la octava ley educativa de la democracia, la Lomloe (Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación). Una ley que nace sin el consenso que merece de las diferentes opciones políticas del arco parlamentario y que, de nuevo, convierte a la educación en un juguete en manos de los gobernantes y en un espacio de adoctrinamiento sociopolítico que divide y enfrenta a la sociedad. El espacio del que dispongo no permite hacer un análisis minucioso de la ley pero sí destacar algunas cuestiones relevantes que no han de limitarse al asunto de la lengua vehicular (un gesto de apoyo al modelo de inmersión lingüística en Cataluña) o a la eliminación de prerrogativas de la educación concertada (mayor control), que es de lo que más se habla en los medios de comunicación y que, aún siendo muy importante, no lo es todo. Lo que realmente debería importarnos es que han primado más las opciones políticas que las opciones pedagógicas. O lo que es lo mismo, los factores ideológicos de muchas de sus propuestas la convierten en un instrumento de lucha política y partidista y en un juguete al que todos quieren tocar y manosear, pero sin dejar que otros lo hagan. El juguete es mío y no lo comparto con nadie. Se ha debatido poco, casi nada, sobre aspectos importantes que afectan al diseño curricular que han de seguir los estudiantes y que afectan a determinadas asignaturas, a los itinerarios educativos, a la formación de los docentes, a las estructuras organizativas, a la función directiva, a la autonomía de los centros, al empleo de las tecnologías, a la educación de personas diferentes, al funcionamiento de las aulas hospitalarias, a la planificación de los refuerzos educativos, a la educación de 0 a 3 años, a la formación profesional, a la repetición de curso, a la evaluación y... a muchas cuestiones más que sin duda configuran el día a día del desarrollo de un sistema educativo y el quehacer de los docentes, cada vez más olvidados y denostados y que, desde siempre y ahora, una vez más, en tiempos de pandemia, han demostrado su profesionalidad y vocación ajenos al juego de los gobernantes. A pesar de todo ello y, sin ninguna duda, pienso que lo peor de la Ley Celaá es que nace sin consenso político y que los cambios que propone también hacen más difícil pensar que la nueva ley pueda resistir a un cambio de opción política en el gobierno, como tampoco lo resistieron las anteriores.

Sería pertinente reflexionar siempre y, en los períodos de crisis social, sanitaria y económica como los que vivimos en la actualidad, más aún, sobre la educación como derecho. La educación no consiste sólo en la formación de capital humano para el mercado. En ella trabajamos con la esperanza de realización de los jóvenes: promesa y futuro abierto que no puede verse defraudado. La educación es una responsabilidad del ser humano para con el ser humano, es la responsabilidad de forjar valores y principios, y también de otorgar las posibilidades para transitar por el camino del desarrollo sin limitaciones y, para ello, son necesarias políticas de emancipación basadas en la eliminación o reducción de la explotación, la desigualdad y la opresión y que promuevan la justicia, la igualdad y la participación. Es necesario reivindicar nuevas políticas sociales y económicas, sensibles al reconocimiento de los derechos y al fomento de espacios de expresión de las personas, de su libertad, de su autonomía y de sus propias capacidades. De lo contrario podemos caer en procesos de exclusión social que puede ser vista como una negación (no realización) de los derechos civiles, políticos y sociales de toda la ciudadanía. La educación, por tanto, es condición para la inclusión social aún cuando reconozcamos que las formas concretas para lograrlo pueden variar y divergir ampliamente.

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