Deseo de paz

26 may 2020 / 16:32 H.
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Nada une a las personas tanto como un enemigo común. Con el corazón a la izquierda y la bolsa a la derecha, parto hacia una guerra de principios absurdos. Me aguarda una oleada de violencia y ataques contra el derecho de gentes. En el frente, cada uno de los contendientes se ofende por la altivez del otro, y ante la omnipresente amenaza de guerra, cierro los ojos para pedir un deseo de paz. Lo hago porque añoro tiempos más sencillos que simbolizan lo bueno que habíamos conseguido. El motor de la desigualdad, la división social y la caída del poder adquisitivo implicaron la ruina de la pequeña burguesía urbana que fue empujada hacia partidos políticos extremos. El sentimiento de la guerra se intensifica cuando la gente deja de tener proyectos comunes y porque pierde la curiosidad por las cosas, surgen entonces brotes belicosos de agitadores que provocan, al igual que el virus, una situación que se escapa a nuestro control. Durante un ejercicio de introspección, me dediqué a esperar y estuve esperando hasta que pude aferrarme a la idea de que esta guerra tenía algo de irreal. Decepcionado por la disolución de lo que habíamos concebido como sólido, me volví un descreído que arremete contra la falta de escrúpulos de políticos que no quieren devolvernos a esos tiempos sencillos que subyacen en una sociedad a la que ya no reconocía en su estado bélico, pues quería que tomara la paja de las palabras por el grano de hechos irrefutables. Maldije la tendencia que resulta inasumible por la acción colectiva y me enfrenté como pude a la nueva situación. Un trueno anunció el comienzo de la guerra, los gobiernos habían dejado de invocar poderosas razones de Estado, privando así a los ciudadanos de sus derechos. La obstinación, el orgullo, y los prejuicios habían vencido a la paz. Y me pregunté: ¿A qué bando favorecería el viento que trae este nauseabundo olor a muerte, enfermedad y destrucción? No tardé en saberlo, pues de todos los crímenes que la humanidad puede cometer, el que menos perdonan los combatientes es el complejo de inferioridad. Y por ambos bandos había mucho acomplejado que prefería ir a la guerra antes que permanecer a las órdenes de una mayoría de indeseables.

El eterno conflicto entre partidos ni siquiera lo resuelven las guerras y siempre estaremos en peligro mientras los debates transcurran por otros derroteros que no trazan precisamente el camino de una restauración moral que eluda una guerra que juzgo arbitraria, ofensiva y contraria a los derechos de las personas. Combatir sin esperanza de reparación, y solo por defender falsas posturas honorables, forma parte de la tradición de partidos que no ven más allá de sus narices. Cansado de mi mala fortuna, estoy aquí y aquí me quedaré, lamiéndome las heridas que arrastran el dolor y la muerte de espíritus partidistas que tienen que beneficiarse de una guerra para difundir la falsa impresión de que nunca nadie fue tan brillante. La guerra no es sino un error que demuestra la miseria humana, observo con amargura la estupidez de un mal que nos transmite la idea de la suprema evasión, que no es otra que la muerte. Desprecio de esta época, los paraísos artificiales que nos venden los acaparadores de todo tipo de actitudes turbias que no desean la paz aunque se socaven los cimientos de un edificio llamado libertad.

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