De cajón

24 feb 2020 / 08:49 H.
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Dice que los peones camineros, además de mantener limpias las cunetas, formaban una familia que ayudaba a sostener el resto del tinglado: colegios y maestros para esa chiquillería, médicos y demás personal sanitario, la necesidad de un colmado, de un taller, de una ferretería, de bares para el mero esparcimiento. Que todo ese entramado, al final, requería de comerciales que ocupaban las habitaciones y comedores de los hostales de lunes a jueves, el doble de lo que ahora, normalmente, se consigue a través del turismo; y que, en definitiva, la vida de entonces se retroalimentaba a partir de la vieja teoría de los vasos comunicantes, porque la facultativa que se empleaba en sanar las anginas y el maestro que enseñaba la tabla del seis demandaban el trabajo que esos peones llevaban a cabo y viceversa; y que, en su opinión, todo se fue al garete —a la mierda dice, en realidad— el día que alguien inventó una cosa a la que llamó subcontratas, que consistía en traer a mucha gente de fuera, durante algunas semanas, para ejecutar las tareas que unos pocos realizaban a lo largo de todo un año, sin caer en la cuenta de que ese maná conllevaba la irremediable marcha del peón y su familia y resolvía innecesarias la presencia de médicos, maestros y demás fanfarria y, por ende, el arreglo de las carreteras. Dice...

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