Ciencia

    01 mar 2021 / 10:55 H.
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    Un filósofo alemán (valga la redundancia) se preguntaba en los años treinta del siglo pasado si las ciencias estaban en crisis. Sólo hay que pensar en la física de aquel tiempo y nombrar a Einstein, Bohr o Heisenberg para darse cuenta de lo peregrino de la pregunta de Husserl, que así se llamaba el filósofo. Sin embargo, la extraña pregunta era pertinente. En el Renacimiento, el hombre europeo renunció a su modo anterior de existencia y se propuso nuevas metas. Las ciencias eran parte esencial de ese proyecto, unas ciencias no independientes, sino que formaban parte de una gran ciencia o filosofía que las incluía a todas y que trataba tanto problemas de hecho o temporales como problemas de razón o eternos. Husserl respondía afirmativamente a su pregunta, y consideraba que la crisis de las ciencias era consecuencia del abandono de ese ideal de una ciencia omniabarcadora y de la renuncia de las ciencias a formar parte de ese proyecto racional común que encarnaría luego la Ilustración. Las ciencias acabaron dedicándose a problemas concretos y desentendiéndose de cualquier “pregunta última”. Eso les proporcionó un éxito sorprendente, y, a partir de la segunda mitad del XIX, la prosperity embaucó a las gentes. Pero... ¿por qué hablamos de crisis?

    Concretemos esto con la ayuda de una enigmática figura. Ettore Majorana era un físico italiano extraño y de enorme talento. Con una prometedora carrera por delante (Fermi lo consideraba un genio), un día desapareció. La policía creyó que se había suicidado, pero el novelista Leonardo Sciascia articula una hipótesis relacionada con lo que estamos exponiendo: Majorana habría renunciado a la ciencia porque había visto lúcidamente que llevaba a la bomba atómica antes de que ningún otro científico se diera cuenta, y habría ingresado en un convento. Añadamos nosotros algo. En la renuncia de Majorana hay un componente ético que parece haberse desprendido ya de la manera de verse las ciencias a sí mismas. Sólo unas ciencias desvinculadas del proyecto que las vio nacer pueden acabar en el Proyecto Manhattan. ¿Qué tiene que ver — se dirá— lo que la ciencia descubre y posibilita con lo que la sociedad y la política hacen? Esa pregunta es precisamente la respuesta: esa pregunta era impensable al comienzo de la Edad Moderna. En los mismos años treinta, Zubiri decía en una sorprendente y provocadora conferencia que el científico actual posee la verdad pero no está poseído por ella, su saber es satisfacción de una curiosidad, pero no verdadera ciencia. Se hallaba el filósofo español en sintonía con Husserl.

    Y, puesto que las ciencias estaban en el núcleo de lo que era el hombre europeo desde el Renacimiento, la crisis de aquellas era también la crisis de la humanidad europea. Si a la luz de cuanto va dicho me pregunto por el papel que la ciencia debiera jugar hoy, me veo sorteando la Escila del cientifismo y el Caribdis de las paraciencias. El cientifismo sostiene la superioridad de la ciencia respecto de cualquier otro tipo de conocimiento en cualquier aspecto, ya sea técnico, ético o político. Si rechazamos este privilegio de la ciencia en el conjunto del saber humano, corremos el riesgo de que se interprete que caemos en los brazos de campos como la parapsicología, la quiromancia o el negacionismo. (Estas mismas pseudociencias babean arrobadas ante la ciencia oficial y no dudan, como muestran los aparatos de tecnología punta que hoy día llevan los cazafantasmas, en usar el método científico, caracterizado por la cuantificación y el experimento, para acercarse nada menos que al más allá, con lo que podríamos, sorprendentemente, calificarlas de cientifistas). No ser cientifista puede verse como la declaración de que todo vale en el campo del saber. Y no es así: desde hace meses sabemos bien la importancia que la ciencia tiene en nuestro mundo y nuestra necesidad de ella. Mi propuesta no implica desoírla o desobedecerla en situaciones como la actual.

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