Casinos de artesanos

    31 oct 2019 / 09:20 H.
    Ver comentarios

    Los cascos de la yegua colina de Lucas, que traía agua de Jabalcuz, resbalaron en la lastra de San Ildefonso, y, al estruendo de los cántaros, la doméstica de don Álvaro, el catedrático de Minas, que vivía frente por frente, volvió la cara para averiguar qué ocurría, como hicieron las otras vecinas. No echaron éstas tanta cuenta de Lucas, como sí repararon en el enorme bigote de la doméstica, mandil rosa y cofia a juego, quien, enarbolando el plumero, se quedó quieta, tan pálida y tan de piedra como el mismísimo comendador, al ver que era vista claramente, cara a cara. Y es que el bigote de la doméstica era tan igual, tan parejo y tan exacto al de su amo, como si no ya de otro, sino del mismísimo bigote se tratara. Había prevenido éste a sus vecinos que, por aliviar su necesidad, mandó traer de Pontones a una hermana de leche, de hechuras muy semejantes a las suyas propias, consecuencia natural del aire y de los sanos alimentos de la sierra. Don Álvaro arreó Carrera arriba hacia el Casino de Artesanos. Ni siquiera el deán, su mejor amigo, se atrevió a inquirir qué se había hecho de aquel mostacho que ya no lucía en su rostro, y menos aún a preguntar sobre la desaparecida doméstica.

    Articulistas