Bañarse en recuerdos

    15 ago 2021 / 16:35 H.
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    La evocación es un recurso muy agradecido para cuando nos encontramos en esos momentos de esterilidad manifiesta, de perplejidad o extrañeza sobrevenida por acontecimientos y actualidades que nos acertamos a discernir o paliar, por mucha experiencias que llevemos en nuestras alforjas. Recordar aquello que nos fue bonito, o que tamizados con una memoria amable para rescatar tan sólo lo que ahora evocamos como gratificante y añorado, sin ningún tipo de mácula que los enturbie. Ya sabemos todos, aunque tratemos de engañarnos, con un mecanismo de defensa del todo comprensible, que cualquier tiempo pasado no es ni por asomo mucho mejor. En todo caso, puede resultar constatable la lozanía que en cierta medida disponían nuestros cuerpos, poco más se puede sustraer que no esté enmarcado dentro del campo subjetivo, de la historia personal que cada uno pinta a su manera. Se dice que la infancia es la patria feliz del hombre, pero pudiera ser otro de los tantos espejismos a los que nos sometemos para sobrevivir con cierta vitalidad. Es cierto que el niño se limita a vivir, con todos sus poros abiertos, con esos ojos primeros de ver la alegría y el juego, que hasta en los escenarios más tristes encuentra huecos donde disfrutar de su inocencia, pero todos sabemos, sin entrar en detalles, que hay infancias que son horribles o no tan idílicas, por distintas circunstancias, y que han marcado para peor la vida de muchos hombres y mujeres. Pero en tiempo de estío, y en la medida en que se pueda, conviene evitar los pájaros de mal agüero y las industrias del pesimismo, y dispuesto a evocar estampas un tanto avejentadas pero amables en la biografía de muchos niños del Jaén de otros tiempos. Vengo y me reconozco como tantos otros un buen nadador de barreño de zinc, con agua templada al sol del mediodía, los termos o calentadores eran unos artefactos inimaginables, y para mi aquel barreño era una piscina olímpica, otras veces un manguerazo de agua en el lavadero era suficiente. Después vinieron los baños de alberca, que entrañaban sus riesgos, pues dependía del tipo y ubicación de la misma; las había en campo abierto y casi abandonadas, con el peligro que conllevaba la inmersión en sus aguas insalubres, con una fauna de lo más variopinta y repelente, siendo el riesgo de coger unas fiebres tifoideas más que probable, pero todavía me pregunto que clase de defensas orgánicas teníamos por aquel entonces que salíamos indemnes. Otras se hallaban situadas, las más apetecibles, pues estaban encaladas y con aguas clara, en olivares privados y custodiados, y allá que nos adentrábamos los “forajidos” en busca de un baño de cierta calidad, siempre en pelota picada y con lo ropa muy a la vista y muy a mano, pues rara era la vez que no teníamos que salir zumbando por medio del olivar con los cataplines bamboleando a su libre albedrío, pues había guardas muy celosos con su trabajado de vigilancia. Más tarde, llegaron las excursiones a los ríos y las incursiones a las huertas cercanas para deleitarnos como adanes con aquellos frutos robados, nunca olvidaré aquellos sabores. Y ya siendo zagalones y despiertos los sexos, la presencia en pandilla en las piscinas públicas. En fin, aguas para el recuerdo.

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