“Ars Praedicandi Mascarillae”

10 jun 2020 / 16:54 H.
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Me permito versionar el título de este “Manual de Predicación” del medievo para tratar de compendiar el muy extenso, florido y conceptual modo de predicar con el ejemplo cuando somos impelidos a portar ese aditamento que del profundo infierno nos ha sobrevenido. Mascarilla dice llamarse. Mas, vive Dios, que su porte y galanura son tales que varios volúmenes podríamos completar con su desglose. Empecemos por los llamados de napia “gongorina”, aquellos “a una nariz pegada” que cantó Quevedo, aquella “sayón y escriba” cuan espolón de galera de infinito narcisismo según palabras del poeta. Estos ciudadanos osan portar la mascarilla dejando ese apéndice, digamos, su “espiritrompa”, libre, al goce del aire matutino ofreciéndola al viandante sin rubor ni turbación alguna y con línea directa con la pandilla vírica.

Los hay que usan la mascarilla como un exquisito masajeador “anti papada”, forzando su elástica presencia hasta que, barbilla en ristre, lucen su rostro altivo al circunspecto observador. Ahondando en la idea y recordando esos audífonos casi ocultos en la patilla de las gafas podríamos pensar que, adjunto a la gomita, estos modelos disponen de un motorcillo que vibra en ciclos alternos proporcionando a sus “dueños” el placer del “meneito” junto con la posibilidad de lucir un cuello de verdadero cisne apolíneo. Ya lo del contagio, pues lo vamos dejando...

Un caso más, de sugestiva e incitante excitación, lo presentan aquellos y aquellas que portan la mascarilla como complemento a la última moda y se la colocan ora en la muñeca, ora en el antebrazo e incluso en un peligroso ángulo presobaquero de inclasificables consecuencias tanto para la propia mascarilla como para los paseantes. Los primeros la lucen como estilosa pulsera o distinguido brazalete, quizá patrocinados por alguna marca de bisutería intentando medrar, pero los segundos y terceros dan pie a imaginarlos como una jurásica mariposa gigante que, en un lance de la evolución hubiera perdido una de sus alas y tratase de emprender un imposible vuelo. Lastimosa estampa. Quizá deberíamos preguntarnos si los diseñadores de mascarillas previeron semejante uso. Apostaríamos a que ni en sus peores pesadillas lo imaginaron. Las múltiples combinaciones con que la mascarilla puede ser presentada en sociedad se complementan con dos posibilidades más: la del sesudo caballero que la lleva doblada casi imitando al clavel de la canción, cuan pañuelo festivo, en el bolsillo de la camisa, asomada al mundo como si proclamara que la porta el padrino de un evento social y las de los tímidos ciudadanos que, cuando creen que nadie les ve o pululan por ambientes despejados, osan deshabilitarse una de las orejas como duro soporte de la hiriente gomilla y sujetan, temerosos, la otra prestos a colocarla de nuevo si se avecinan “moros en la costa” en incorrecta, aunque común, política expresión. No queda sino dejarse abducir por el espíritu de los arcaicos predicadores de caminos y plazuelas y proclamar que debemos llevarla, con honra y con barcos si hace falta —tópico que arrastra nuestra historia desde siglos— y evitar que la pandemia nos alcance o, al menos, se propague a poca velocidad de crucero. La mascarilla está destinada a formar parte de nuestro atuendo durante algún tiempo. Seamos sensatos y responsables en su uso

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