Aquella casa encantada
Cuando los años van galopando velozmente y se cumplen, con más presura
de lo que uno quisiera, es cuando me doy cuenta de
la pérdida irreparable
que supuso mi lejana infancia (aquel paraíso perdido), en la que todavía no era consciente del acunamiento gozoso en el que me encontraba. Tuvo que venir la adultez y, sobre todo, la vejez, mientras iba cogiendo el testigo de la vida familiar más entrañable, con mi
esposa, hijas y nietos, para palpar la verdad auténtica de la vida. Y es, en estas
navidades pandémicas, cuando recuerdo los dulces
y tiernos momentos que
viví en la casa de mis
abuelos, en donde efemérides, cumpleaños, onomásticas... —siendo tan sencillas como sus vidas— eran
excusas perfectas para
reunirse la familia, comiendo, bebiendo y celebrando que estábamos vivos,
besándonos y abrazándonos, contándonos nuestras
cosas más sencillas e íntimas, con un garbo y una
sinceridad especiales. ¡Qué lejos quedan las navidades de mi infancia en aquella casa encantada!