Ainara

    09 sep 2021 / 17:27 H.
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    Lo enseñó su padre, que tuvo que dejarlo cuando la parroquia notó que se le estaba yendo la olla, y no era cuestión que manipulara con la navaja sobre el gaznate propio. El hijo continuó el negocio. Cuando el hijo iba para viejo (todavía no lo era) una india de Galápagos dejó en un rincón un hato con una niñita que solo salía para comer y hacer sus necesidades. La niña no quitaba ojo del maestro. Éste se apenó de ella. Traía comida y bebida y le permitía evacuar en un rincón del patio. Ainara aprendió el arte de la peluquería. Pero no lo puso en práctica hasta el día que el jefe se indispuso de la barriga, ella se ofreció y el cliente aceptó. Entonces él le dio unos arreos viejos y la dejó trabajar. Cuando la parroquia empezó a solicitarla, Ainara tuvo la sutil habilidad de hacer trasquilones muy medidos a algunos clientes, y mantener así el prestigio del jefe. Las enfermedades de la cabeza son hereditarias y llegó en su día al hijo. Ainara lo jubiló con buen sueldo y cada mes lo visitaba en casa. Puso un anuncio en la entrada de la peluquería que decía “no se admiten aprendices que no sean mujeres” y debajo en subrayado y negrita aclaraba porque “nosotras no perdemos la cabeza”.

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