A vueltas con España

03 jun 2021 / 12:09 H.
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Parece mentira que, después de tantos lustros de antipatía y encono, acabe yo suscribiendo algunas tesis de Alfonso Guerra, que habla desde más allá del bien y del mal. Quién me lo habría dicho. Nada que ver, desde luego, con Felipe González, que ha ido a peor sin duda alguna... El señor Guerra lleva descolgándose hace tiempo con críticas muy sensatas al Estado de las autonomías, especialmente en materia educativa. Y es que no puede ser que cada comunidad autónoma disponga de una ley de educación. Cosa distinta son otros servicios, que seguramente conviene mantener descentralizados. Pero en materia educativa no podemos —ni debemos— seguir con este desbarajuste. En España hemos pasado de disfrutar libros de texto de Literatura Española firmados por Fernando Lázaro Carreter, a Literatura Castellana firmados por Pepito Pérez, porque en cada comunidad autónoma hay un lumbreras o un grupo de lumbreras que corta la historia, los nombres y los acontecimientos como le da la gana, según digan los políticos en el poder. Esto es fácilmente comprobable, a poco que se conozca de lo que hablo. Auténticos disparates de contenido, por no hablar de asuntos terminológicos. No quiero dejar de recordar que, en 1978, la derecha entonces constitucionalista catalana peleó con denuedo el término idioma español para sustituirlo por “castellano”, dándole una patada a siglos de filología y estudios de nuestros más insignes hombres de letras. El término castellano tuvo su revivificación en el siglo XIX, es cierto, al calor del nacionalismo argentino y chileno, que con eso siempre pretendieron distanciarse de la metrópoli. Y al socaire de ellos, los catalanes, en un momento como poco delicado, al hilo de las siempre malogradas —por fracasadas— revoluciones burguesas en nuestro país. Digo yo que, ahora que los catalanes de derechas, esos que antes tenían en Juan Carlos I su mejor aliado, ya no quieren participar del Estado, ¿por qué seguimos llamando castellano a un término que solo se acuñó para resultar políticamente correctos, en unos años en que se renunció incluso al nombre de una lengua que hoy día hablan más de 600 millones de personas?

Pero vayamos al meollo de la cuestión, y es el grave problema que posee la izquierda en España —blanda de centroizquierda o radical hasta el extremo, pactista liberal o anticapitalista... en fin, izquierdas de todo tipo— de pensar una nación sin que tengamos que conceder medidas excepcionales a los ricos y acomodados de turno, referéndums a independentistas varios o, en general, comulgar con ruedas de molino para contentar la conciencia de los señoritos que se dicen de izquierda, o progresistas, y que confunden el rábano con las hojas desde la II República, pasando por el borrón y cuenta nueva de la Transición y el clasismo instituido de esta Segunda Restauración. Una conciencia que, desde luego, no les impide dormir a pierna suelta. El centralismo no es bueno ni malo, solo útil o necesario. O no. Igual que los procesos de descentralización, con toda su burocracia. Hay que estudiar cada caso y, el asunto, por complejo, necesitaría que le demos unas vueltas... Una mirada somera nos muestra los peores defectos de la peor burguesía de Europa. La gente, que tiene la última palabra, hace tiempo que dejó de hacer encajes de bolillos para comprender lo que sucede. Y sin complejos ni falsa conciencia.

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