A ese anciano

23 jun 2020 / 17:02 H.
Ver comentarios

No tiene temor a envejecer; ni a los días de ocio; ni a la soledad, lleva una vida satisfactoria y mira la vida sin emitir un lamento. Tiene una edad que no tiene nombre, sí recuerda que antes todos eran viejos y hoy no lo son, dice con alivio. Su diálogo resulta coloquial, y no pone reparos a la hora de confesar que en su situación actual lleva una existencia tolerable que quintuplica sus ganas de vivir, por lo que no tiene que proteger su conducta del rechazo social por ser mayor. Se afianza en un nuevo statu que le llegó de manera natural y como sabe que las cosas idas ya se vivieron, ahora no tuvo más remedio que buscar una buena solución con la que protegerse de las efervescencias sentimentales y de los desvelos por cumplir años. Con un semblante severo, aparenta tener el corazón frío, pero no le importa porque ya no comete la estupidez de irritarse. Las pasiones del ánimo le sigan conmoviendo, aunque reconoce que hace tiempo que no es lo mismo, tampoco es que le importe demasiado porque sigue pensando que todo lo que excita termina por corroer el alma y considera que ya es otro, porque con los años fue apagando los fervores de la adolescencia y ahora lo que siente es la tibieza del tiempo en el corazón. Sabe lo que espera de la vida y también que vendrán cosas que le apagarán el ánimo, pero él no se inquieta porque permanecerá fiel a un espíritu con el que siempre salió adelante, reconoce que siempre le dio un motivo sólido para no cambiarlo. Echa en falta un mayor compromiso de la gente, nunca le ha gustado el carácter de personas desideologizadas que redoblan a diario su decepción porque no hallan el paliativo que cure su codicia. Y no comparte el modelo impuesto por esta hornada de políticos que personifican el poder y la falta de escrúpulos, piensa que aspiran al poder porque es un medio de supervivencia goloso. Él, en cambio, cree que lo público debe servir de apoyo a los demás. Tiene una serena visión del mundo y eso le ha hecho llevar una vida sencilla, como la de ese buen escritor que depura estilo y lenguaje para ser la voz que reflexiona sobre lo que está bien o mal, pero siempre al calor de una vida tranquila que no lo supere.

Despereza el sueño de los sentidos sobre suaves días de horas que gustan del sabor de una sonrisa amiga que llene el vacío desnudo de palabras, de noches portadoras de silencios y de esa calma que como un penacho de paz se cuela en el alma. Evoca el arte de destilar el tiempo, el ritmo de la vida que se prolonga y nunca termina, como la nana que lo acunó y aún no ha olvidado. En cada pulsación, en cada paso que da, descubre el desapego de cosas que le hacen llorar en su interior, pero siempre de alegría; presiente que es mucho lo que lo anima e intuye que existe un camino y un último destino para el hombre que construyó. Acaso no existió el hombre perfecto, el de la certeza en la duda, el de la hermosura en el defecto que a soñar invita. Recompone los jirones del recuerdo y piensa que el tiempo de recordar murió cuando salió de su hogar para no volver. Lo hizo abandonado a su suerte, pero el tiempo de creer no pasó, y aún se agarra al latido que le devuelve la esperanza de seguir creyendo en el aire que sopla las velas; en el surco que abre la tierra para la siembra; en el tiempo que borra el dolor en la plenitud de la vida.

Articulistas