Parking
Jamás pensé que la ciudad se complicara tanto, pero lo hizo y yo seguía circulando por ella día tras día, mientras los relojes de sus calles marcaban invencibles la hora y la temperatura. La marcaban con el aburrimiento que tienen los caracteres digitales confeccionados con los palitos sacados del número ocho (pausa: hora/ pausa: temperatura/ pausa: hora/pausa: temperatura y así al infinito). Ahora sé que aquellos relojes marcaban algo más.
Una tarde de otoño, coincidiendo con el primer día que comenzó a llover, yo me esforzaba por recoger unos pantalones a los que tenían que arreglar los bajos. La lluvia existía por el movimiento del limpia parabrisas y el sonido de las gotas contra el techo del coche. Todo lo demás estaba parado y lejano en la ciudad. Cuando creía que no sería posible estrenar el próximo día los pantalones, vi el letrero de parking con la “p” grande blanca sobre fondo azul y las letras verdes de libre. La entrada al parking era estrecha, de las que no caben dos coches a la vez y tienes que esperar en un rellano. Desde el fondo de la rampa un empleado me hacía señas para que avanzara, cuando pasé a su lado voceó un: “¡siga, siga!”, quitándose el cigarro de la boca. Al acabar la rampa otro empleado, sujetando el cigarro de igual manera, hizo las mismas indicaciones. En ese momento pensé que los trabajadores de los aparcamientos siempre están fumando. Vino otra rampa y otro empleado fumando y señalando para que bajara a otro piso. La goma del limpiaparabrisas chirriaba y lo apagué. Silencio. ¿Cómo se puede hacer el silencio de esa forma? Otra rampa y otro empleado igual al anterior y al anterior. En el siguiente empleado me paré y el humo de su cigarro entró por la ventanilla. Le pregunté: “¿Hasta donde hay que bajar?”. “¡Siga, siga, aquí no hay sitio!”. Sabía que al acabar la rampa habría otro empleado. Allí estaba y paré ante él, no para preguntar, sino para convencerme de que era el mismo empleado que había ido encontrando en los pisos anteriores. Le miré y después intenté encontrar el número de la planta en la que estaba, pero sonó en el capó un golpe dado con una mano: “¡Siga, siga, aquí no hay sitio!”.
Pensé en lo absurdo que era haber llegado a la situación de recoger unos pantalones en un día de lluvia No había cartel alguno que dijera las plantas por las que descendía. En la siguiente paré el coche junto a uno de los empleados, y antes de que me dijera el “¡Siga, siga!”, le hablé con firmeza: “Usted es la misma persona que hay en todas las plantas”. Él contestó: “Aquí abajo todos terminamos pareciéndonos”. Sin poderlo evitar me miré en el espejo retrovisor.