Saldar la deuda

11 ago 2019 / 16:29 H.

En esta vida hay viajes que son una deuda personal con uno mismo. Y como toda deuda toca saldarla para encontrar esa paz interior que tiene equilibrar la balanza de los principios, de la esencia íntima, esa que todos tenemos y debiéramos cuidar como propia y única.

Con trece y catorce años fui un emigrante más, esta tierra está llena de la conjugación del verbo emigrar, ese verbo que saben de carrerilla en casi todos los pueblos, en la mayoría de las casas. Recuerdo veranos de cocina en un pequeño hotel de la Costa Brava, en Sant Pere Pescador, un pequeño y precioso enclave junto a la desembocadura del río Fluviá. Había que trabajar mucho, sudar más y descansar poco. Con todo, el trato que recibí fue satisfactorio, ningún problema con el idioma, ningún atisbo de abuso mayor del que la hostelería ya impone. Aquellos dos veranos supusieron un antes y un después, si bien la necesidad obligaba a un desplazamiento de más de mil kilómetros para buscar jornal, también me permitió descubrir un mundo totalmente diferente, mucho más plural y abierto. Toda una revolución para un adolescente de la Sierra Sur, de esa Rábita que tantos y tan buenos trabajadores de la hostelería ha dado a la Costa Brava. Encontrarse en una torre de babel idiomática supuso la necesidad de esforzarme en al menos balbucear idiomas, el catalán fue fácil, el francés así y así. Imaginen lo que supuso ver por primera vez a mujeres que se bañaban en topless, o que pedían sus copas, sus combinados, sin recato, con total naturalidad. Allí conocí lo que es una macro discoteca, la Ampuria Brava regalaba noches inacabables en la Sala Scopas. Gracias a la cercanía, conocí El Bulli cuando aún no lo era, sino un pequeño establecimiento regentado por una alemana justo al lado de una maravillosa cala. Aún y con todo hubo cosas que se me quedaron en el tintero. Es por eso, no solo por rememorar, décadas después, aquellos parajes, sino por lo que quedó por realizar, por lo que inicié una fugaz pero entrañable travesía junto a una persona excepcional, María, que me ha permitido saldar deudas emocionales.

En el mes de agosto quise ser guía para esa fémina, enseñarle todo lo que yo vi, compartir la Figueras de Dalí, su casa en Portlligat, el Cadaqués de sus cuadros... pero sobre todo quise que me acompañase a rendir tributo a Don Antonio Machado, hacer la ruta que Él y su Madre se vieron obligados a realizar años atrás.

Por la misma carretera que el poeta surcó, me adentré hasta Port Bou, incluso subí desde el nivel del mar a los andenes de su estación, quizá rememorando aquellos momentos donde cientos de miles de españoles hacían parada y trasiego a trenes franceses que les llevaban a los campos de vides francesas, a Suiza, Alemania. Es bueno ver los sitios para entender la historia, y Port Bou es historia de una España color sepia. De Port Bou a la frontera solo hay una impresionante cuesta, una carretera que serpentea por la agreste montaña hasta alcanzar esa línea imaginaria que separa los territorios.

Imagino el sudor del Machado, la pena que debió inundar su corazón, el desgarro del alma que le supuso mirar hacia atrás, quizá con la convicción de que jamás volvería a su querida España. Colliure, destino final de la jornada, queda cerca, aunque muy lejos de Baeza, Segovia, Soria y sobre todo Sevilla. En ese pequeño cementerio ubicado en el centro de la villa, reposa el Poeta, también su Madre. Bajo esa lápida, siempre rodeada de banderas republicanas, flores y versos, duermen para la eternidad versos perfectos, cantos a la vida. Sobre esa lápida dejé periódicos de mi tierra, dos ejemplares de Diario JAÉN, no voy a desvelar porque dos y porque esos dos, para mi muy importantes. Dejé también unos modestos versos y un puñado de lágrimas. He de reconocer que se me encogió el corazón, que mis ojos brillaron, que alcancé cierta paz interior, la que da una deuda saldada.

Si el viaje es disfrute, los días que María y yo hemos estado tras las huellas que los zapatos gastados de Antonio Machado dejaron en el camino, han significado un enorme gozo.

Caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.