Reflexiones

    06 oct 2019 / 12:05 H.

    Mi escondido amigo entre las montañas guardaba en su memoria los lugares en donde había escanciado, como si fuera un brindis con el universo, las cenizas de la generación que le precedía. El próximo vuelo le correspondería a él. Aquella inmensidad de montañas era el lugar por donde se quebraría el planeta Tierra si es que tuviera que hacerlo. Varios puñados de cenizas en aquellas cordilleras no significaba nada. Todo quedaba en el silencio de los vientos que desgastan silenciosamente las rocas. Mi otro amigo, el de la llanura, visitaba muy de tarde en tarde el cementerio. Allí estaban enterrados, desde hacía casi un siglo, los familiares anteriores a su persona. En las lápidas y en alguna plancha metálica no oxidable, habían grabado y esculpido únicamente nombres, fechas y personas que se quedaban desconsoladas o inconsolables. No existían epitafios para entristecerse o decir para tus adentros: “Vaya que humor tenía”. Unos difuntos a otros se habían reclamado para poblar sin tregua el cementerio. No había más. Mi escondido amigo del mar sostenía un monólogo con el sonido de las olas y ensayaba con la arena como sería el vuelco de sus cenizas en el agua. La insignificancia del impacto no mostraba con claridad la incorporación de sus restos al mar. En un velero de dos mástiles hizo que pusieran la proa hacia alta mar, en las aguas de nadie, en donde a las olas le quedaban días de viaje hasta llegar a las plataformas continentales. Allí vació un talego de restos procedentes de una barbacoa. En aquel momento había una calma razonable y las partículas grises flotaron brevemente hasta hundirse. Pudo ver como sería la incorporación de sus cenizas a los océanos, si es que elegía esta manera, pero lo cierto es que sintió la mayor de las tristezas porque se dio cuenta de que el mar, sin la presencia de la tierra, no le gustaba. Pensó que ensayaría otras formas sin darse cuenta que estaba buscando un imposible porque jamás sería testigo de su propio fin. Mi escondido amigo de la noche encontraba en ese horario la transformación del mundo en oscuridad, el paso más lento de las horas, la parte más oculta de la existencia. Lo tenía decidido. Cuando hacía comprobaciones quemando restos de la poda y limpieza de su jardín, las llamas se juntaban las unas con las otras desprendiendo pavesas que ascendían balanceándose con una luz mínima para después apagarse. Se propuso convencer al encargado del crematorio para que funcionara por la noche y ser incinerado en esa franja horaria. Mi escondido amigo entre la ciudad quería ser depositado, una vez muerto, en el centro de una pirámide. Con esto no pretendía otra cosa que la soledad silenciosa, la cual es bien distinta a la soledad que se pueda sentir en una feria o la que resulta de estar sentado en el borde de la cama, escuchando como suenan los motores de los electrodomésticos.