La huerta de la utopía

BUENA DIGESTIÓN. “Las comidas del año se
reinauguraron en 1982 y desde entonces no han fallado nunca”

30 oct 2016 / 10:26 H.

C uando habían pasado las fiestas que seguían a la recogida de la cosecha y los primeros temporales del otoño estaban al llegar, mis remotos abuelos convocaban a toda la familia: hijos, nietos, hermanos, tíos... a la comida del año, o del cielo que también así la llamaban. La guerra, que vino a estropearlo todo, partió esta tradición de generaciones. La familia se deshizo y el exilio y el miedo se adueñaron de todos. La casa familiar del pueblo, en el interior de la provincia de Valencia, fue requisada, las huertas se convirtieron pronto en baldíos y la montaña, pasto de pequeñas alimañas, el esparto y, alguna vez, caracoles.

Pero de esto nada supe hasta que fui un hombre. En Francia, y luego en Madrid donde al fin recalamos los Claramunt en los años sesenta, mi padre y mi tía Concepción no hablaron nunca de esto. Mi padre daba clases de matemáticas y física en una academia oscura del centro y mi tía enseñaba solfeo en el salón de la casa de cuatro a siete de la tarde. Así que trabajar el oído todo el día y la familiaridad con los números era algo corriente en mi casa. Acaso por ello terminé siendo director de banda de música (y pobre compositor) y también contable por las tardes de múltiples tiendas y negocios.

Un día llegó a la casa familiar —mis padres y tíos vivían en la misma casa con mi hermano Ximo y mis primas Amparo y Soledad— un tal Tonet, nuestro tío desconocido. Habíamos entrado en la década de los setenta y trajo una noticia increíble: había comprado parte de la finca del abuelo, incluida la casa en ruinas. Aún seguía en México, donde era un próspero panadero, pero cumplidos con largueza los sesenta, había decidido volver a España.

¡Vamos a recuperar la comida del año! exclamó. Fue la primera vez que oí hablar de tal acontecimiento, y a partir de aquel momento empezó a derramarse palabra a palabra, lágrima tras las lágrima, toda la historia de mi familia.

Las comidas del año se reinauguraron en 1982 y desde entonces no han fallado nunca. Las retomó mi tío Tonet pero murió muy pronto. Desde hace diez años soy yo, Pep el músico, quien me encargo de ellas y de mantener bonico tot l’any, nuestro portalet.

Este año se nos han adelantando la lluvias que tanta falta hacían, pero el pasado fin de semana el sol lo templó todo e inauguramos la comida a luz del otoño brindando con un blanco jovencísimo de Requena. Nos reunimos 26 —ya se sabe que las familias vienen menguando— y como en años anteriores reinaron la dorada con salsa tahina, a la que yo doy un toque con ajo, y dos grandes noticias: Xesca, nuestra sobrina intelectual ha sido contratada por Google para dar clases de lógica, filosofía y, en general, pensamiento, a sus cuadros directivos, y tenemos un nuevo músico en la familia: Joan terminó la carrera en el Conservatorio de Madrid y se marcha en enero con su trombón a Escocia.

Las sardinas asadas sobre rodajas de berenjenas fritas y pimientos asados triunfaron como siempre: ¡nos comimos dos kilos y medio! Y los ñoquis de patatas fueron rápido pasto de la chiquillería y los más jóvenes. A mi hermana Amparo y a mí nos encantan las judías verdes con almendras. Las preparo con especial esmero para ella porque no hay nadie en el mundo como mi Ampa: es el amor bajo una sonrisa; si te aprieta con sus manos sabes que estás inmunizado contra el mal de la furia, la ira o el resentimiento.

Preparé también dos arroces con conejo y caracoles. Sé que no me salen tan ricos como los que se incendian en Pinoso, pero en las paelleras no quedaron grano ni mancha. En la amplia mesa, ocho por dos metros, dispuse no sé cuántos platos de pequeños caprichos: rabanitos cortados con aceite y sal, zanahorias a la rifeña, pequeñas cocas de anís, ensalada de cuscús (novedad este año), miel esparcida de sésamo.... y así. El postre que más gustó fue el de melocotones con vino. Sí, esta es la casa de mis remotos y desconocidos abuelos y ahora la mía: el cielo. Tan importante ha vuelto a ser en las vidas de los Claramunt, y tantos otros hijos que se nos han venido uniendo con apellidos de otras Españas, que ha servido para que nos curemos de la guerra y sus estragos. En el portalet vivimos como en la huerta de la utopía”.

(Texto de las dos cuartillas arrancadas al libro no publicado y de autor anónimo que se titula La Huerta de la Utopía)