La plaza

BUENA DIGESTIÓN. Un lugar que hace de testigo mudo del trasiego de las gentes que habitan una ciudad o pueblo

22 dic 2019 / 10:07 H.

Hoy amanece lento; la niebla es densa y toca helada la cara. La plaza es una nube azul humo. La luz de las farolas se derrite antes de caer al suelo, en tanto que los árboles (acacias, fresnos...) apuntan varas desnudas contra el cielo oscurísimo. Es una niebla, no obstante, distinguida, como robada a un bulevar burgués de París o copiada de un jardín de inglés en Wesley. A ras de terrazo todo es más humano y modesto. Las dos chicas rumanas ya distribuyen mesas y sillas de plástico mentiroso en su porción de terraza. Una es rubia y morena la otra, pero esta se ha teñido el cabello de un oro claro que se diluye en la raíz. Junto a ellas, dos jóvenes bolivianas ceremoniosas (“buenos días, señor”) y muy recatadas hacen lo propio. Paco riñe al repartidor de porras y churros: “Te dije que trajeras seis porras más y menos churros, pero como no apuntas nada ...”.

La perrita es muy mayor, ve poco, oye menos, pero la nariz, ¡coño! Como la trabaja. Así que andamos con la diligencia de la tortuga. Cruzan rápidas numerosas mujeres y menos hombres. La mayoría jóvenes con la hora pegada al culo. Casi todas portan un desmesurado número de bolsos, bolsas de tienda y otros alamares. Siempre me he preguntado por qué van tan cargadas. Observo que de media llevan dos bultos sobre hombros, espalda o colgados de los brazos y algo entre las manos: teléfono, vaso gigante de café o té, un lápiz de labios ... Ellos, sin embargo, van ligeros de equipaje; como mucho una mochila o bandolera; las manos en los bolsillos y el cuello encogido a resguardo de abrigos o cazadoras.

La plaza es un tránsito vivido; hasta ocho calles se derraman sobre ella. Desde antes de las ocho de la mañana y durante más de media hora, es un disparar constante de personas que entran o salen de su círculo de influencia preocupados por la hora y el ruido excesivo de tacones o botas. Los adolescentes de instituto huyen más que caminan amontonados en un tropel de desgarbados entre azulón y gris. Hablan y se ríen con alboroto y escupen las palabras contra las aceras. Diferente es el paso de padres y madres (y abuelas, abuelos, hermanos, hermanas, asistentas ...) que llevan al cole a los peques minutos más tarde. Las madres casi siempre caminan manteniendo conversaciones sobre asuntos cotidianos: despertares llorosos, juguetes, vestiditos y dulces “vamos, vamos”. Ellos, no tanto; con frecuencia se oyen sus órdenes: “¡Para, para en el semáforo!”; preguntan sobre la lección de ciencias o repiten con ellos la tabla del cinco: “Cinco por cuatro...?”. Hemos visto algunos escolares crecer sobre el sillín de la bicicleta del padre. Hace unos años rodaban hasta la guardería sujetos literalmente por un pulpo de goma, pero hoy lucen esbeltos con casco y atentos al móvil contra la oreja en el mínimo asiento trasero. Están los perros de siempre y no hay semana que deje de asomar por la plaza un puñado de cachorros de toda leche apresurados y lamerones. Sus dueños forman una especie de club de la intemperie en el centro de la plaza, y los animales serán amigos en el barrio que llevarán el olor de todos impreso en su pituitaria para siempre jamás. Lo primero de todo, una vez paseado lo mínimo, es el café con leche, el churro, la tostada o acaso la bollería. Aunque no falta el licoris que pide sus dos o tres tragos de brandy jerezano, ese que dimos por acabado hace al menos treinta años, pero no es así. Son tres o cuatro jubiletas, o similar, ora con visera ora descapotados, que intercambian frases latigueras y zumbonas en la puerta del bar para que punzar el orgullo herido del madridista que perdió el domingo.

Esta mañana ha tocado descargar al camión de la coca cola. Cuatro mozos hacen correr carrillos atestados de género por la plaza a una velocidad endiablada. Distribuyen mil productos. ¿” Cuantas bebidas diferentes lleváis?” “No sé, muchas. Por los menos quince o más”. Si, a coca cola y las cervezas más conocidas le siguen mil productos como imaginados dálmatas de la misma camada empresarial. El portero dominicano barre como los porteros: sin recogedor; todo derramado más allá del bordillo de la acera; y el barrendero se echa “el primer cigarrillo desde las seis de la mañana que empecé por Iglesia”. “Tiempo duro para vosotros el otoño, millones de hojas que caen todos los días” “Bueno, no importa, es trabajo. Ojalá la caída de hojas no terminara nunca”.

Al salir por una de las ocho calles que se vacían en la plaza aparecen a buen paso, aunque sin prisa, las inconfundibles cocineras. Se dirigen temprano a los ocultos fogones del barrio. “Hay que preparar las salsas y pelar patatas, ja ja ja” Ya no son tan jóvenes, pero mantiene una estampa digna. Sufren, claro que pasan grandes fatigas entre malos modos, humos y prisas, pero su sentido del deber, la obligación de tener que llevar a casa los novecientos euros al mes es un impenetrable escudo de bronce. Cuando Cala está a treinta metros de la casa, se olvida del inmenso aroma de olores esquineros y corre hacia el portal como conejo hacia su madriguera. Dejamos que la plaza continúe viviendo hasta que mañana volvamos a despertarla.