Empitonados por las fiestas

BUENA DIGESTIÓN. La encuesta ElTenedor asegura que las reservas aumentan un 30% con respecto al año pasado

29 dic 2019 / 11:34 H.

Otro año más empitonados por el toro báquico de las fiestas navideñas; con un cuerno nos convierte en pobres y felices ocas tupidas de grano hasta el gañote, y con el otro nos riega de vinos, combinados y burbujas; de esta manera nos mantiene durante dos semanas en un baño larguísimo de vapores y sueños. Las encuestas más voraces del mercado de los manteles y la copa ElTenedor, en esta ocasión, nos dicen que las reservas para cuchipandas y tragos aumentan un 30% este año sobre el pasado; que la mayoría gasta entre 30 y 40 euros de media por persona y que los grupos de zampones festeros lo forman entre 6 y 10 personas. Vamos, que son nutridas bandas de despendolados por los centro urbanos.

La encuesta se queda aquí, no entra a indagar en el porcentaje de enganchados a la bulla que celebran este festival larguísimo en casa. Ese dato no le interesa, pues va contra su negocio que se practica solo en la calle. Aunque no hace falta manejar el mejor periscopio para confirmar que cada día se festeja menos en los domicilios si exceptuamos quizás la Nochebuena. Fuera del también arriesgado encuentro anual con el langostino y la gamba; el cordero, el pavo y el pescado; el cava y el cuñao, todo lo domina la llamada comida mediterránea o italiana (o que de allí pudo venir inspirada) que se papea en los miles establecimientos que ofrece la rue.

Casi no se cocina en casa. La antropóloga social Isabel González conoce bien esta materia y afirma que de media no dedicamos ni una hora al día a cocinar en nuestra casa. ¿Pero cómo es posible esta huida de los fogones en pleno frenesí de masters chefs, las recetas que se caen a chorro de los teléfonos y los grandes cocineros pontificando a través de las pantallas de todas las esquinas como sacerdotes egipcios, o mas propiamente como “curas de nuestra cruzada”. Misterio por desvelar.

Se dan, no obstante, mil explicaciones, la mayoría ridículas, claro, porque son demasiadas para que entre ellas se encuentre alguna certeza. Deberíamos detenernos en desmenuzar las más sencillas, por ejemplo, las casas son cada día más pequeñas, las cocinas mínimas, los horarios laborales interminables ... y una oferta para jalar, o acaso picotear y matar el hambre, enorme ahí fuera. Ocurre así que se disfruta de programas de platos y más platos extraordinarios, sofisticados y con mil ingredientes, mientras se cena una lata de atún o esa pizza congelada que prepara el microondas en cuatro minutos.

Porque las ciudades, playas y centros urbanos están repletos de restaurantes —y mil locales destinados al paladar y el buche— que ofrecen pinchos y platos magníficos y baratos. Si, baratos, y “casi tan buenos como los que saborean los ricos”. O eso se piensa. La oferta es casi infinita. Cada día se abren para nosotros en España 280.000 bares o restaurantes con su diversas especialidades para ser devoradas. Así que otro elemento esencial en la milenaria cultura del hombre que arrumba el nuevo tiempo: cocinar en la casa; no la cocina de la abuela, esa ya desapareció, quedó como reclamo publicitario, un “tal como éramos” golosos y melancólicos en manos del restaurador avaricioso al que se le paga 35€ por un cocido o 25 por un estofado de corzo. Nos lega, eso si, una cocina ridícula de tamaño y virgen de humos, grasas, aceite derramado y otros salpicones; pero, cuidado, repleta de cacharros, (que nos fueron regalando en cada cumpleaños) llenos de polvo y pena de no usarlos. Objetos que pronto nos desprenderemos de ellos (en la próxima mudanza, cuando el casero suba el alquiler un 20%). Al fin y al cabo ¡qué carajo! nunca supimos para que servían.

Así que este tiempo tan tecnológico “regala” otra perla: la cocina en casa no es necesaria; su espacio mejor será dejarlo para añadir medio metro a la cama, en ella es donde se puede disfrutar de todo y sin límite. Un trofeo más que colocar en la vitrina de los récords que alcanza el nuevo siglo. Se nos ha olvidado cómo hacer las cuatro reglas, porque las cuentas las resuelve la calculadora; la buena escritura es una antigualla superada por el wuassap que anota todo con su memoria prodigiosa tan rápida. ¿Quién necesita escribir cartas?. Y pronto se olvidará leer porque la máquina transformará la palabra en letra y el libro será una voz.

Vistas las cosas de esta manera, cocinar, como mantener vivas las cuatro reglas y saber leer, se convierten en actos revolucionarios, golpes antisistema, una llamada al futuro desde el reconocimiento de un presente inene y opresor. De esta forma lo expresa el escritor y polemista Michael Pollan, al concluir que: “Cocinar es una manera de protestar contra la especialización, contra la total racionalización de la vida, contra la infiltración de los interés comerciales en todas las facetas de nuestra insistencia”. Por ahí se camina.